Derechos robóticos
Arabia Saudita ha decidido
conceder el estatus legal de “persona” a un robot. Lo primero que se me ocurre
es que ese país debe ser el primero en que un robot tiene más derechos que una mujer. Por ejemplo, al
robot posiblemente le dejen conducir un coche. A la mujer, de momento, no,
aunque la cosa podría cambiar en breve.
En la novela corta de
Isaac Asimov, El hombre del bicentenario, el robot
protagonista, Andrew Martin, decide solicitar ante la ONU la concesión del
estatus de humano. Como la Biblia, cabe preguntarse, ¿qué es el hombre, vos que
cuidáis de él?
De todas maneras, Arabia
Saudita podría ser el primer país del mundo en tomar una decisión así. Supongo
que habrá sido el capricho de algún príncipe saudí, pero la cosa tiene su miga.
Todos hubiéramos apostado por Japón, ¿no?
Lo cierto es que no creo
que los robots actuales, incluso dotados de los más sofisticados algoritmos de
inteligencia artificial disponibles, sean capaces de pasar un test de Turing.
Tal vez puedan ganarnos al ajedrez o reconocer mejor que nosotros una
determinada imagen, pero no van -de momento- más allá, por lo que no hay que
temer un escenario tipo Terminator o Battle Star:
Galactica.
Pero en una época en que
se discute si un simio tiene derechos “humanos” o si el selfish
que se hizo un primate puede gozar de derechos de autor que reviertan en él, no
es tan descabellado empezar a plantearse si los robots del futuro tendrán algún
derecho o podremos tratarlos como nos plazca.
La cuestión tal vez no sea
importante para los robots. Si estos carecen de conciencia y no pueden sentir
“dolor”, no importa mucho como los tratemos: serán simples cosas. Pero, y aquí
hay un gran pero, si tienen apariencia humana, les podemos transferir nuestros
sentimientos y acabar sientiéndonos culpables por cómo les tratemos.
Hay quien habla de
utilizarlos como “esclavos” del hogar, o incluso como consortes sexuales. La
cosa puede acabar siendo peliaguda y tal vez quienes acaben demandando derechos
especiales para los robots, no sean estos, sino los propios humanos.
De hecho, ¿hasta dónde
estaríamos dispuestos a dejarlos llegar? ¿Derecho a la vida? ¿Un trato digno?
¿Un salario? ¿Tiempo libre? ¿Libertad de expresión? ¿Derechos de propiedad
privada? ¿Derecho a votar y ser votados?
Extrañas convenciones
Durante los pasados 9 y 10
de noviembre tuvo lugar en la ciudad de Raleigh (Carolina del Norte, USA) la
primera edición de la Flat Earth International Conferency
(FEIC), o sea, una reunión de personas que están convencidísimos de que la
Tierra es plana, en contra de toda evidencia científica.
¡Poca broma! No son cuatro
pirados: son un montón de gente y están organizados. No deja de tener gracia,
cuando todo el mundo sabe que la Tierra descansa sobre unos elefantes que a su
vez reposan sobre una tortuga.
Sarcasmos a parte, es algo
preocupante. Este tipo de cosas se están poniendo de moda, especialmente en
Estados Unidos, desde donde son exportadas sin contemplaciones al resto del
orbe.
Hace muchos años que los
fundamentalistas cristianos nos quieren convencer de que Darwin estaba
equivocado y que la verdad se encuentra en la Biblia: ya sabéis, Diluvio Uuniversal,
el Arca de Noé, etcétera. Ah, sí, aunque no sé de dónde lo han sacado, los
dinosaurios se los llevó por delante el Diluvio Universal y antes coexistían
con los humanos.
De teorías excéntricas como
estas, las hay a montones, pero algunas acaban triunfando. Por ejemplo, hubo una
que tuvo un cierto predicamento hace tiempo, fue la de la gente que creía que
en realidad la Tierra estaba invertida y que nosotros realmente vivíamos en su
interior.
No entiendo a quién se le
ocurrió esa extrafalaria idea ni el grado de delirio que debía sufrir, pero hubo
bastante gente que se lo creyó. Incluso se expendían certificados para la gente
que estudiaba esas cosas y aportaba “pruebas” a favor, claro.
La ciencia ficción nos ha
ofrecido, dentro de la ficción, eso sí, algunas novelas de mundos alternativos
de geometrías diferentes a la de la esfera. Por ejemplo,
Planilandia (Flatland) de Edwin A. Abott,
que nos describía un delicioso mundo de dos dimensiones, estrictamente plano. O
El mundo invertido (Inverted World), de
Christopher Priest, con una ciudad móvil sobre una geometría mundial peculiar.
Y también tenemos una
curiosa novela: Materia celeste (Celestial
Matters), de Richard Garfinkle, en la que se describe un mundo en que
la ciencia clásica griega era estrictamente correcta: cinco elementos, esferas
celestes, etcétera.
Pero una cosa es la
ficción y otra la realidad. Es cierto que si ignoramos ciertas evidencias, la
Tierra parece plana a nivel local. Pero hace ya mucho tiempo que la Humanidad
descubrió que no es así. ¿Qué se piensan que son todas esas imágenes que nos
envían los satélites cada día? ¿Sofisticadas manipulaciones de unos
conspiradores que quieren mantenernos en la inopia?