Nuestro Fahrenheit 451
Fahrenheit 451 (en castellano, Celsius
232,7: es broma) es un libro muy interesante de los que conforme pasan los años
está mucho más de actualidad que cuando fueron escritos.
Vivimos en un mundo dominado por las
pantallas: las de televisión, las de ordenador, las tablets, los smartphones,
los navegadores del coche, etc.
Ray Bradbury, autor de esta magnífica
distopía de ciencia ficción, alertaba de un mundo futuro, que es
sospechosamente parecido al nuestro, en el que la gente se gastaba su dinero para
convertir las paredes de sus casas en enormes pantallas de televisión a fin de poder
disfrutar de este “maravilloso” entretenimiento.
¿Cuántos de nosotros no tenemos una
pantalla panorámica en nuestro salón o conocemos a un amigo que la tiene?
Naturalmente, la televisión ha
evolucionado y ahora lo que tenemos son servicios de streaming, pero vaya,
viene a ser lo mismo, solo que más caro y más adictivo, porque gracias al
control que tienen sobre la programación que vemos, las empresas del sector
saben exactamente qué nos interesa y qué no y se adaptan cada vez más a
nuestros gustos.
Lo mismo que sucede con las redes sociales,
aún de manera más adictiva y descarada. Tanto, que algunos organismos, como la
Unión Europea o algunos estados de Estados Unidos quieren limitar la acción de
los algoritmos de estos servicios porque se están convirtiendo en una verdadera
plaga.
Pero volvamos a Fahrenheit 451,
temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. En la novela,
los bomberos se dedican no a apagar fuegos, sino a quemar libros. Los libros hacen
pensar, producen insatisfacción y por tanto son enemigos de la sociedad del
bienestar.
Vaya, lo mismo que hoy día, aunque a
menos que vivas en una república teocrática es poco probable que se quemen libros
públicamente. Bueno, en Suecia algunos queman el Corán y yo no catalogaría ese
país nórdico de república teocrática, pero también hay excepciones.
Uno de los grandes problemas de
prescindir de los libros, que son el soporte físico por excelencia, es que
quedamos en las manos de los productores y distribuidores culturales. Ya lo
hemos visto con la casi desaparición de los CD y los DVD para la música y las
películas.
Hoy en día, si queremos ver una
película, tenemos que pagar por ella cada vez. Antes, si la habíamos comprado,
podíamos disfrutar de ella tantas veces como quisiéramos y sin informar a nadie
de nuestros gustos. Pero lo peor no es eso. Lo malo del asunto es que si “alguien”
decide censurar una película o poner en el mercado una “versión” del origianl adaptada
a los “tiempos modernos”, no nos queda más remedio que comérnosla con patatas.
Y si alguien retira del mercado una
obra, pues como no la tenemos en un soporte físico, la perdemos indefectiblemente.
Otra ventaja de tener un soporte físico
más o menos sólido es que si un día se colapsa internet, debido a una tormenta
solar mayúscula, una guerra o algún otro tipo de catástrofe global, las vamos a
pasar canutas, porque lo que no tengamos en nuestrta biblioteca o en la
biblioteca de nuestro pueblo o barrio, va a resultar inaccesible.
Estamos demasiado bien acostumbrados a
tener a unos pocos clics de distancia cualquier obra del saber humano y eso
puede cambiar, no necesariamente por una catástrofe, sino por intereses
económicos o políticos.
El cambio de paradigma
Uno de los tótems más seguidos por la
ciencia ficción, especialmente la más tecnológica o hard, es plantear la
aparición de nuevas tecnologías y explorar a ver qué pasa con ellas, cuando son
aplicadas a la sociedad.
Algunas de estas tecnologías pueden llegar
a ser disruptivas y muy impactantes, como una máquina del tiempo o una forma de
energía no contaminante y al alcance de todos.
Mi favorita es la invención del motor de
curvatura de Star Trek, que según la película Primer Contacto, se
produce en abril del año 2063, cuando en el primer viaje con curvatura de la
raza humana, la nave en cuestión (la Fénix) fue avistada por unos
extraterrestres (los vulcanos) y se produce el primer contacto oficial con una
especie alien, lo que da nombre a la película.
A partir de ahí, todo empieza a cambiar.
Más por el primer contacto que por el propio motor de curvatura, aunque este
influye notablemente en el hilo de los acontecimientos posteriores.
Actualmente, la tecnología está al borde
de experimentar saltos significativos que probablemente veremos en los próximos
años. La revolución de los materiales nanotecnológicos no ha hecho sino
empezar. La fusión termonuclear, como Santo Grial de la energía limpia y barata
parece estar al alcance de la mano. La descarbonización de los medios de
transporte gracias a los motores eléctricos y a la baterías, son ya una
realidad.
Posiblemente, también veremos grandes
avances en medicina, propiciados por la combinación de la nanotecnología, el big
data y la enginería genética. Y por supuesto, el acceso relativamente
barato al espacio también tendrá sus serias repercusiones en nuestras vidas.
La computación cuántica llevará la
informática y la ciencia a otro nivel, inimaginable hoy día, así como la
creación de comunicaciones impenetrables, con sus pros y sus contras.
Puede que también tengamos pronto
materiales superconductores a temperatura ambiente, lo que llevaría el
transporte y el almacenamiento de la energía a cotas fabulosas.
Todo ello si sobrevivimos al cambio
climático, a la sexta extinción de las especies en la Tierra, a los efectos de
la polución y de la superpoblación y no nos matamos los unos a los otros en
alguna absurda guerra.
Pero seamos optimistas.
También el conocimiento puede que esté a
punto de sufrir un cambio de paradigma. Los experimentos del CERN, los datos
que nos envía la James Webb y muchos otros experimentos y observaciones, están
llevando los límites de nuestro conocimiento, como los modelos cosmológicos o
el modelo estándar de partículas y fuerzas, a lugares comprometidos.
Como sucedió poco antes de aparecer la
teoría de la Relatividad de Einstein y la mecánica cuántica, se acumulan
pruebas que nos indican que no comprendemos tan bien el Universo como
pensábamos hace tan solo un par de décadas.
Algo se remueve en el conocimiento
humano que nos alerta que la revolución está al caer y tal vez suceda antes de
lo que nos imaginamos.
Si la postura más extendida entre los
científicos a finales del siglo XX es que habíamos llegado al límite práctico
del conocimiento (siguiendo las tesis de John Horgan), ahora las cosas parecen
apuntar en la dirección contraria. Como sucedió a principios del siglo XX con
las dos grandes revoluciones científicas antes citadas.
Tecnología y ciencia se dan la mano y
ambas podrían experimentar (experimentarán) cambios muy importantes en pocos
años. Solo espero poder verlo. Ganas, tengo.
El efecto cuña
He comentado ya, en alguna ocasión, que
me introduje a la ciencia ficción leyendo autores un tanto dispares. Por un
lado, autores clásicos y consolidados, como Isaac Asimov o Arthur C. Clarke;
después, otros que eran menos conocidos, pero que han llegado a ser verdaderos
“monstruos” del género, como Philip K. Dick o Orson Scott Card y finalmente,
autores más desconocidos o iconoclastas, como Fred Hoyle o Ian Watson.
Dicho sea de paso, creo que de todos
esos primeros autores, ninguno tiene demasiada relación con los otros. Tal vez
los que se parezcan más sean Asimov y Clarke, aunque salvando las distancias,
por ser clásicos, mas que por el estilo o las temáticas tratadas.
A veces, cuando me han preguntado por
dónde empezarían a leer ciencia ficción o fantasía, contesto que por donde les
dé la gana. Por allí donde más les guste. Sea por temática o por estilística.
Porque si el género está hecho para ellos, luego ya ampliarán las lecturas a
otros autores y subgéneros, como me pasó a mí.
Así, por ejemplo, la primera obra de
Dick que leí fue la un tanto insulsa y rarita “Nuestros amigos de Frolik 8”,
pero eso me permitió después leer obras más interesantes al sonarme ya a
conocido el autor, como pueden ser, “El hombre en el castillo”, “Cuentos
completos” o “¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?”. Lo
admito, aún no he osado con “Ubik”.
Con Asimov y Clarke fui mucho más
completista, pues acabé devorando casi toda su obra de ficción y en el caso de
Asimov, aún fui más lejos, pues le hinqué el diente a su bastísma obra de
divulgación histórica y científica.
También tuve un rinconcito para los
grandes distópicos, como George Orwell y su “1984” o Aldous Huxley y su “¿Un
mundo feliz?”.
Poco después, empezaron a caer autores
como Ray Bradbury y sus “Crónicas marcianas” o “Fahrenheit 451”;
Ursula K. LeGuin y “Los desposeídos” o “El nombre del mundo es
bosque” y otros autores clásicos como Frederik Pohl, Poul Anderson, Fredric
Brown, Robert A. Heinlein, Frank Herbert o Howard Fast.
Y sería, mucho más tarde, cuando
descubrí a J. G. Ballard, C. J. Cherryh, Stanislaw Lem, Brian Aldiss, Roger
Zelazny, Connie Willis, Sheri Tepper, James Tiptree Jr. o Neal Stephenson. Y
otros tantísimos.
Lo importante es empezar por algún lugar
e ir abriendo boquete, como una cuña. Esta estrategia también la he practicado
en mi vida con autores filosóficos, la música clásica, la música pop-rock, la
ópera y otras manifestaciones
culturales.
Lo llamo el efecto cuña y
funciona bastante bien. Por ejemplo, en la literatura fantástica, que hasta
hace pocos años no me gustaba demasiado, empecé por un clásico: “El señor de
los anillos”, de J. R. R. Tolkien y he ido aumentando el espectro de
lecturas, tanto en completismo tolkeniano, como en muchos otros autores del
género.
Supongo que hay gente que prefiere
picotear y hay gente que debe seguir un programa exaustivo. De todo tiene que
haber en la viña del Señor, pero a mí, este sistema me funciona bastante bien.
En caso de duda, seguidlo.