04 febrero 2021

El mundo de Demolition man

Soy un fan de la película Demolition Man (Marco Brambilla, 1993), protagonizada, entre otros, por Sylvester Stallone, Sandra Bullock, Wesley Snipes y Nigel Hawthorne. En ella, se describe un mundo urbano futuro en la que la violencia apenas existe, la sal y la grasa son ilegales y todo el mundo es, en apariencia, bueno y feliz. ¿Todos? No, unos pocos bravos valientes undergrounders subsisten literamente en el subsuelo de la ciudad desafiando el orden establecido.

 

Dejando aparte el tema principal de la película: el rol que tiene la violencia y el control del estado sobre el individuo, hay algunos detalles bastante interesantes que son perfectamente reconocibles en el mundo postpandemia al que nos dirigimos a marchas forzadas.

 

Por ejemplo, las personas no se saludan por contacto. Hacen un gesto raro, como nosotros hacemos ahora dándonos el codo y haciendo señas más o menos elaboradas para denotar afecto o simplemente para “comunicar nuestra presencia”, como dice uno de los personajes en la película.

 

También vamos hacia un mundo hipersaludable. Esto ya era así antes de la pandemia. Se hablaba de impuestos a las bebidas azucaradas, reducción de la cantidad de sal o de grasas en las comidas, reducción de los alimentos ultraprocesados (como los embutidos o la hamburguesas) y cosas por el estilo.

 

Los menús escolares debían contener productos ecológicos, saludables, de proximidad y, a ser posible, baratos y chachis. Bueno, todo no se puede, ¿no?

 

En el mundo de Demolition Man, la sal, el azúcar, la grasa, la carne… todas esas cosas que son malas para la salud están prohibidas y son ilegales. La gente no se muere de hambre pero no me gustaría ir a una comida de las que se organizan por allí, porque podría ser tremendamente aburrido.

 

Otra cosa que está prohibida: el sexo. Bueno, sexo, sexo, sí que tienen, mediante una especie de casco de realidad virtual, pero lo que se dice “intercambio de fluidos”, nada de nada. Insalubre y por tanto, ilegal. No se dice cómo se reproducen, pero debe ser un proceso muy higiénico y muy aburrido.

 

De hecho, la protagonista, Lenina Huxley (una clara referencia a la distopía: ¿Un mundo feliz?, de Aldous Huxley) dice que la Humanidad fue afectada por una serie de pandemias víricas que la diezmaron. Vaya, que la película acertó bastante por dónde iban a ir los tiros en el futuro y aunque sea fuertemente paródica, en algunos aspectos, la bola de cristal funcionó.

 

Otra de las cosas en que acertó fue que en ese mundo, los ordenadores ejercen de psicólogos y les puedes hablar y te contestan. Una especie de programa Eliza. Nosotros tenemos nuestras Cortana, Siri o Alexa. Tampoco vamos muy desencaminados, ¿verdad?.

 

Y por supuesto, el estado monitoriza a los ciudadanos en todo momento. Cámaras y micrófonos por todas partes. Nada de lenguaje soez (“¡Bip! Multa de cincuenta créditos por violación del estatuto de moralidad verbal”), ni conductas incívicas y mucho menos nada de cosas tan terribles como pintadas en los edificios.

 

Tiene gracia porque en una de las escenas de la película se muestra una reunión del consejo directivo de la ciudad en la que los consejeros se reúnen telemáticamente, justo como durante la pandemia están haciendo muchos de nuestros gobernantes.

 

¿Vamos derechitos a ese mundo insulso, bonista, ultracorrecto y soso que describe la película? Podéis apostar vuestra cabeza a que sí.

 

El personaje que interpreta Wesley Snipes -Simon Phoenix-, un criminal superviviente del ultraviolento siglo XX, lo describe de manera políticamente incorrecta, con un delicioso lenguaje soez y muy poco inclusivo, que me encanta.