29 octubre 2023

Nuestro Fahrenheit 451

Fahrenheit 451 (en castellano, Celsius 232,7: es broma) es un libro muy interesante de los que conforme pasan los años está mucho más de actualidad que cuando fueron escritos.

 

Vivimos en un mundo dominado por las pantallas: las de televisión, las de ordenador, las tablets, los smartphones, los navegadores del coche, etc.

 

Ray Bradbury, autor de esta magnífica distopía de ciencia ficción, alertaba de un mundo futuro, que es sospechosamente parecido al nuestro, en el que la gente se gastaba su dinero para convertir las paredes de sus casas en enormes pantallas de televisión a fin de poder disfrutar de este “maravilloso” entretenimiento.

 

¿Cuántos de nosotros no tenemos una pantalla panorámica en nuestro salón o conocemos a un amigo que la tiene?

 

Naturalmente, la televisión ha evolucionado y ahora lo que tenemos son servicios de streaming, pero vaya, viene a ser lo mismo, solo que más caro y más adictivo, porque gracias al control que tienen sobre la programación que vemos, las empresas del sector saben exactamente qué nos interesa y qué no y se adaptan cada vez más a nuestros gustos.

 

Lo mismo que sucede con las redes sociales, aún de manera más adictiva y descarada. Tanto, que algunos organismos, como la Unión Europea o algunos estados de Estados Unidos quieren limitar la acción de los algoritmos de estos servicios porque se están convirtiendo en una verdadera plaga.

 

Pero volvamos a Fahrenheit 451, temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. En la novela, los bomberos se dedican no a apagar fuegos, sino a quemar libros. Los libros hacen pensar, producen insatisfacción y por tanto son enemigos de la sociedad del bienestar.

 

Vaya, lo mismo que hoy día, aunque a menos que vivas en una república teocrática es poco probable que se quemen libros públicamente. Bueno, en Suecia algunos queman el Corán y yo no catalogaría ese país nórdico de república teocrática, pero también hay excepciones.

 

Uno de los grandes problemas de prescindir de los libros, que son el soporte físico por excelencia, es que quedamos en las manos de los productores y distribuidores culturales. Ya lo hemos visto con la casi desaparición de los CD y los DVD para la música y las películas.

 

Hoy en día, si queremos ver una película, tenemos que pagar por ella cada vez. Antes, si la habíamos comprado, podíamos disfrutar de ella tantas veces como quisiéramos y sin informar a nadie de nuestros gustos. Pero lo peor no es eso. Lo malo del asunto es que si “alguien” decide censurar una película o poner en el mercado una “versión” del origianl adaptada a los “tiempos modernos”, no nos queda más remedio que comérnosla con patatas.

 

Y si alguien retira del mercado una obra, pues como no la tenemos en un soporte físico, la perdemos indefectiblemente.

 

Otra ventaja de tener un soporte físico más o menos sólido es que si un día se colapsa internet, debido a una tormenta solar mayúscula, una guerra o algún otro tipo de catástrofe global, las vamos a pasar canutas, porque lo que no tengamos en nuestrta biblioteca o en la biblioteca de nuestro pueblo o barrio, va a resultar inaccesible.

 

Estamos demasiado bien acostumbrados a tener a unos pocos clics de distancia cualquier obra del saber humano y eso puede cambiar, no necesariamente por una catástrofe, sino por intereses económicos o políticos.