24 septiembre 2019

Correlaciones: un tesoro subterráneo


A veces la realidad es tan sorprendente como la ficción. Parece ser que Estados Unidos guarda un veradero tesoro subterráneo: 645 millones de barriles de petróleo en un laberinto de cavernas subterráneas, en los estados de Texas y Luisiana. Se trata de la reserva estratégica de crudo del país.

La idea es que en caso de necesidad, el país disponga de un cierto margen de maniobra en lo que a petróleo se refiere y no se quede a cero, en caso de crisis o de un ataque a las principales refinerías del país, como recientemente ha sucedido en Arabia Saudita, cuyas principales refinerías han sido atacadas con drones.

Esto me recuerda a los enormes tanques de agua subterránea que guardan los Fremen de Dune en los Sietches de Arrakis con la idea de transformar algún día el planeta en un vergel.

Esto de esconder tesoros bajo tierra es propio de muchas mitologías, en las que los codiciosos enanos que habitan en las cavernas del inframundo (véanse El Señor de los Anillos, de J.R. R. Tolkien, por ejemplo, o El anillo de los Nibelungos) almacenan ingentes cantidades de metales y piedras preciosas.

Los tesoros pueden ser de naturaleza muy variada. Así, tenemos la Bóveda Global de Semillas de Svalbard, que es un enorme almacén subterráneo de semillas de las plantas de todo el mundo, que se encuentra en la gélida isla de Spitsbergen, en Noruega, inaugurado en 2008 y que pretende salvaguardar la biodiversidad mundial de vegetales en caso de catástrofe.

Otras, son ficticias, como la famosa Cripta, que aparece en el Criptonomicón, de Neal Stephenson, que ha acabado derivando en los enormes silos de ordenadores en los que se aloja la “virtual” nube de internet, compuesta por miles y miles de ordenadores en los que “corre” todo tipo de softwares y se almacenan cantidades inimaginables de datos.

Y por supuesto, no siempre se guardan cosas valiosas bajo tierra. También tenemos el caso de los silos nucleares, que albergan destructivas armas atómicas o en los que se almacenan los temidos residuos nucleares, que antiguamente se lanzaban directamente en bidones al mar, hasta que algunos activistas ecologistas, como el comandante J. Y. Cousteau pusieron el grito en el cielo e iniciaron una campaña mundial en su contra, que acabó derivando en su prohibición.