28 abril 2006

Los dos grandes retos

Hace veinte años del dramático accidente nuclear de Chernobil. Una de esas efemérides que preferiríamos no tener que recordar, pero que no conviene olvidar. El accidente de Chernobil marcó un antes y un después en la energía nuclear, sobre todo en Europa, donde una fobia pareció haberse apoderado súbitamente de las opiniones públicas.

En parte, elló reforzó el parón nuclear español y ha llevado a intentar desmantelar las nucleares en países como Alemania. Otros países, como Francia, con una nuclearización más que evidente, no parecen haberse dado por aludidas.

Y es que en este asunto hay temas muy delicados que se entrelazan sutilmente con hechos emocionales y con miedos profundos. Por un lado, la cada vez más inminente escasez de petróleo en un futuro no muy lejano y por el otro, el miedo a que un accidente similar se repita.

Todos queremos tener energía eléctrica disponible y más o menos barata, pero no somos consciente de que todo no se puede tener. Si además imponemos la condición de que su origen sea no contaminante o potencialmente no peligroso, estamos poniendo el listón muy alto.

Tal vez, en el futuro, dispongamos de una fuente segura y bastante limpia, como es la energía nuclear de fusión. Mientras tanto, deberemos combinar la energía nuclear, con el petróleo y el carbón así como con otras energías renovables (biomasa, hidroeléctrica, solar, eólica, geotérmica, maremotriz...)

Si no, podemos imaginarnos un mundo como el descrito por Frederik Pohl en muchos de sus relatos y novelas (La trilogía del reverendo Hake, Mercaderes del espacio, etc).

También podemos imaginarnos escenarios más o menos terroríficos de accidentes nucleares o de atentados terroristas contra centrales nucleares. Vivimos tiempos convulsos en lo que al mercado de la energía se refiere. De momento, el consumo sin freno de combustibles fósiles ya ha producido una catástrofe ambiental de dimensiones planetarias (el cambio climático), por el que la gente parece tener menos preocupación que ante otro Chernobil.

Es curioso que ambas catástrofes ambientales -Chernobil y el cambio climático- sean tan invisibles. Por un lado, los isótopos radiactivos no se perciben con nuestros sentidos y precisamos de un contador Geiger para detectarlos. Incluso cuando se manifiestan sobre la salud ambiental o humana, no parece haber a simple vista una relación causa-efecto.

Otro tanto sucede con el cambio climático. Se trata de algo tan gradual y sutil que, si bien los efectos que desencadena a veces (huracanes, sequías, inundaciones...) son de una magnitud espectacular, tampoco parece haber una relación causa-efecto evidente a nuestros limitados sentidos.

Tal vez el siglo XX y buena parte del XXI van a poner a prueba al ser humano ante percepciones invisibles de este tipo. Por un lado, los hechos diferenciales (en el sentido matemático), en el que pequeños cambios locales pueden producir grandes cambios globales. Por el otro, los hechos probabilísticos, ante los que nuestro cerebro no está preparado evolutivamente para captar de manera intuitiva.

Así, el hecho de que exista una probabilidad pequeña de sufrir un accidente de coche, un cáncer de piel debido a tomar el sol en la playa o un accidente nuclear, no significa que la probabilidad sea cero y que si tomamos las medidas oportunas, aunque el accidente puede seguir sucediendo, las probabilidades se reducen.

Pero mientras sigamos teniendo la percepción de que esas cosas sólo les pasan a los demás o que total, por un poquito no pasa nada, no habremos entendido una de las verdades más sutiles, pero más potentes de la realidad.