Nosotros somos el objetivo
Un tribunal neerlandés ha
fallado que SyRI (System Risk Indication), un algoritmo que utilizaba el
gobierno para detectar posibles fraudes de los ciudadanos es ilegal.
Concretamente, establece que “no respeta la privacidad del ciudadano”.
Y yo añadiría que tampoco su presunción de inocencia.
Esto me recuerda al
argumento central de “El informe de la minoría” (“The Minority
report”, 1956), relato de Philip K. Dick en que se basó la película
homónima (2002), en que unos seres dotados de capacidades precognitivas, son
capaces de anticipar qué personas cometerán un crimen y, por lo tanto,
impedirlo.
Naturalmente, esto no solo
entra en conflicto con la presunción de inocencia, sino con la idea misma del
libre albedrío. Esa que utiliza la Iglesia católica, por ejemplo, para
justificar la presencia del Mal en el mundo, afirmando que el hecho de que
ocurran desgracias humanas es debido a la libertad intrínseca del ser humano.
Es un hecho conocido que
muchas empresas, como por ejemplo, los bancos, utilizan algoritmos a la hora de
determinar a quién le conceden un crédito. Y desde luego, otras grandes
empresas utilizan sus bases de datos para deducir todo tipo de cosas sobre
nosotros, violando desacaradamente nuestra privacidad, para vendernos todo tipo
de productos y servicios.
Esto no es algo nuevo.
Alvin Toffler ya lo anticipaba en sus ensayos, allá por los años 70 del siglo
XX, en El shock del futuro (Future Shock,
1970) y en El cambio del poder (Powershift,
1990).
La era del Big
Data, con sus ingentes y algo espeluznantes posibilidades de entrar
en nuestra esfera de privacidad, han aumentado con creces las capacidades de
las corporaciones y de los gobiernos a la hora de saberlo todo sobre nosotros y
de utilizar esa información con ánimo de lucro o simplemente, para mantener el
poder.
Vivimos en una era
postcyberpunk en la que la realidad ha superado con creces a
la ficción, como siempre suele suceder. Lo triste es que nosotros mismos entregamos
nuestra información privada a quienes nos vigilan de manera voluntaria e
incluso alegremente. Pienso en una frase que aparece en una novela de Frank
Herbert, Estrella flagelada (Whipping
Star, 1970), un acertijo laclac: “¿Dónde
está el arma con que refuerzo tu esclavitud? Me la entregas cada vez que abres
la boca. Pues eso.
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