25 noviembre 2019

Temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde


Hay un libro del año 1953 que describe muy bien la situación actual de atontamiento de la sociedad y su sumisión total a la televisión. Concretamente a la televisión basura. Se trata del genial Fahrenheit 451, de Ray Bradbury.

El mundo descrito es una distopía peculiar en la que los bomberos en vez de preocuparse por sofocar incendios, se dedican a quemar libros (y a sus poseedores si no se apartan lo suficientemente a tiempo).

Se trata de una dictadura, sí, pero no tipo “Gran Hermano” como en 1984, de George Orwell. Aquí es la propia sociedad la que quiere vivir así. La Cultura es mala porque puede producir sufrimiento y disensión, por lo tanto, hay que rehuirla, cosa que se manifiesta en el incendio de los libros.

La gente vive recluida en sus casas, cuyas paredes han convertido en gigantescas pantallas de televisión y padecen unas existencias anodinas, ligadas a lo que ven y oyen por la televisión.

Tal vez no hayamos llegado todavía a los extremos de la novela, pero entre la televisión y el móvil, el desprecio total por la cultura y la intelectualidad, los bajos índices de lectura (especialmente entre la gente joven) y otras mandangas por el estilo, encuentro que nos ha salido un “futuro” bastante poco halagüeño.

No entro en otras consideraciones, como el riesgo de una guerra nuclear, la superpoblación o el cambio climático y la contaminación. Simplemente con esta degradación social ya hay motivo más que suficiente para echarse a temblar.

Internet –como preveía Michael Crichton, un tecnoescéptico de tomo y lomo- lejos de conducirnos a la utopía de la educación global, más bien nos ha llevado a la idiotización global. Todos repiten los mismos memes, cuyo consumo de usar y tirar es característica común. Además, gracias al teléfono móvil, ahora podemos llevarnos las pantallas gigantes de Fahrenheit 451 en el bolsillo, a cualquier lugar al que vayamos.

No soy demasiado optimista. Esto no hay quien lo pare y cada vez va a más. Cuando desaparezcan las últimas generaciones que vivieron un mundo analógico, no va a quedar más que “nativos digitales”, la mayoría de ellos con una fobia considerable a todo lo que huela a cultura, sin criterio, convertidos en consumidores terminales de todo cuanto la pantalla les ofrezca.