23 septiembre 2023

Post nubila, Phoebus: del negro al verde

Si algo ha caracterizado la ciencia ficción de finales del siglo XX y principios del XXI, ha sido la superabundancia de distopías, esto es, de descripciones de mundos en el que las cosas han ido mal o muy mal y la Humanidad se encuentra entre graves problemas y la extinción total, debido, sobre todo, a problemas ambientales, catástrofes diversas y plagas de todo tipo. En este subgénero podríamos incluir las hecatombes zombis, también.

 

Si le añadimos los complicados años de la pandemia del covid-19 y los llamamientos desesperados a combatir el cambio climático (actualmente, convertido ya en “emergencia global”), la cosa se pone más fea todavía.

 

Pero esto es un problema. La gente tiene la mala costumbre de ignorar aquello que no le gusta. Si insistimos demasiado en que viene el lobo, en que el futuro es una mierda y en que todos moriremos, mucha gente lo que hará es desconectar, negar la evidencia y montarse una realidad alternativa en la que estas cosas no sucedan. De hecho, ¿no se inventaron las religiones sotereológicas justo para eso?

 

No todo el mundo está preparado psicológicamente para aceptar el futuro cuando este pinta mal. Por otro lado, tal vez algunos estén exagerando y las cosas no sean tan horrorosas como se nos quiere vender, sin entrar en negacionismos como los que acabo de describir.

 

Por ello, es normal que se genere también una reacción. Ya sabéis, Hegel decía que a toda acción corresponde una reacción y que de la tensión entre ellas, se crea una síntesis. El marxismo heredó estas ideas en conceptos como la lucha de clases o en el devenir del péndulo histórico.

 

Así pues, es normal que si hay muchas distopías, acaben apareciendo constructos literarios e ideológicos que nos describan un futuro maravilloso o incluso idílico. Estas corrientes reciben el nombre de hopepunk, greenpunk o solarpunk, según los diferentes matices diferenciales.

 

Pero lo que todas ellas tienen en común es que nos prometen un futuro esperanzador. Un ejemplo muy antiguo de hopepunk es todo el universo de Star Trek, en que después de una III Guerra Mundial bastante devastadora, la Tierra recibe la visita de unos alienígenas pacíficos y sabios (el Primer Contacto) y acaba uniéndose de una manera única, como jamás antes había sucedido y se inicia una utopía en la que el mundo se convierte en poco menos que un paraíso.

 

También, con una cierta antigüedad, encontramos la fantástica novela de Ursula K. LeGuin, Los desposeídos (The Dispossessed, 1974), que si bien tiene un fondo algo lúgubre, presenta un final esperanzador.

 

Algunos también incluyen, en este subgénero, novelas como El largo viaje a un pequeño planeta iracundo (The Long Way to a Small Angry Planet, 2014), de Becky Chambers; El marciano (The Martian, 2011), de Andy Weir o Buenos presagios (Good Omens, 1990), de Neil Gaiman y Terry Pratchett.

 

También es cierto que algunas obras significativas no se han traducido aún al castellano y tal vez nunca lo sean, aunque tengo esperanzas de lo contrario.

 

De hecho, el hopepunk no es sino un subsubgénero de las utopías clásicas de la ciencia ficción (y de la literatura general).

 

En definitiva, los pájaros de mal agüero tienen el inconveniente de ser poco creídos y además caen muy antipáticos y adolecen del efecto Cassandra, así que tal vez sea mejor presentar el futuro como ese país desconocido, con muchas dificultades, pero en el que merecerá la pena vivir, sin caer por ello en negacionismos peligrosos y sin esconder la cabeza bajo el ala.