16 octubre 2019

Correlaciones: Devoradores compulsivos


Ahora que se habla frecuentemente de tratar de recuperar algunas especies extinguidas a partir de la ingeniería genética, como es el caso de los mamuts, a través de posibles restos congelados en la tundra siberiana, me viene a la mente el caso del hallazgo de un mamut congelado -creo que fue a principios del siglo XX- en bastante buen estado de conservación.

En aquella época, la idea de clonar un mamut no estaba en la mente de la gente, así que, ¿os imagináis que hicieron los descubridores del mamut? En efecto: lo cocinaron y se lo comieron. Los humanos siempre tan glotones.

Esto me recuerda a un divertido relato corto de Isaac Asimov titulado, “Una estatua para papá” (A Statue for Father, 1959) en el que consiguen traer al presente unos huevos de dinosaurio y recuperar la especie. Aún a costa de hacer un espoiler, ¿os imagináis qué sucedió con los dinosarios, no?

Hay más relatos de ciencia ficción en la misma línea, como es el caso de “El pájaro del sol” (Sunbird, 2006, Premio Locus), de Neil Gaiman, contenido en la recopilación El cementerio sin lápidas y otras historias negras, en el que un selecto grupo de excéntricos sibaritas se dedican a zamparse a todo bicho viviente que se precie, especialmente los más raros e inencontrables.

Esto de devorar animalitos tiene su gracia. En algunos países nórdicos, creo que es en Finlandia, es común comerse a las mascotas cuando se mueren. Antiguamente, supongo que era una cuestión de supervivencia y de aporte calórico extra.

En Europa nos comemos los conejos, cosa muy mal vista en Norteamérica donde no solo son unas deliciosas mascotas (en el sentido figurado), sino que suelen ser protagonistas de cuentos infantiles más que notables. En general, así sucede en el mundo anglosajón. Recordemos el conejo de Alicia en el país de las maravillas o la novela La colina de Watership (Watership Down, 1975, de Richard Adams).