Homo Superior
En la ciencia ficción, no es infrecuente
la idea de que la Humanidad es una especie de predecesor, o de larva, si lo
preferís en términos biológicos, de una especie superior. Una especie de etapa
intermedia, en la teoría de la evolución. La Humanidad contendría (o sería) la
semilla del siguiente estadio evolutivo. Esta idea es la premisa en que se basa
la Trilogía de la Xenogénesis, de Octavia Butler.
Por supuesto es muy discutible que la
evolución tenga estadios predefinidos. De hecho, la evolución es bastante
aleatoria [véase El relojero ciego (The Blind Whatchmaker, 1986),
de Richard Dawkins] y, por poner un ejemplo, si un meteorito o lo que fuese no
hubiera exterminado a los dinosaurios, la historia de los mamíferos y por ende,
la de los primates antropoides hubiese sido muy distinta. Tal vez, ni
existiésemos y quizás los dinosaurios hubiesen ocupado nuestro lugar, como
especie inteligente dominante de la Tierra (véase la Trilogía del Edén,
de Harry Harrison).
Volvamos a la larva de algo “superior”.
Este es el argumento central de una conocida novela de Arthur C. Clarke: El
fin de la infancia (Childhood’s End, 1956), en el que la raza humana
recibe la visita de una especie alienígena superior que ayuda a los humanos a
trascenderse a sí mismos y alcanzar un estadio evolutivo “superior” (sea eso lo
que fuere).
Algo bastante diferente sucede en la novela
corta “Los primeros hombres” (“The First Men”, 1960), de Howard Fast,
contenido en la antología El filo del futuro. En él se describe un
método para seleccionar a los seres humanos especialmente inteligentes desde la
cuna y llevarlos a un entorno especial, libre de prejuicios, que permite su
desarrollo pleno como individuos y también como colectivo, con notables
consecuencias, conduciéndolos a ser los primeros de una nueva especie
post-humana o plenamente humana. Es una especie de revisitación futurista de
aquello de que “el hombre es bueno por naturaleza y es la sociedad quien lo
corrompe” de J.-J. Rousseau.
En otra órbita se encuentra Mundo
Anillo (Ringworld, 1970, Premios Hugo, Nebula y Locus
1971), de Larry Niven. A parte de las vicisitudes de la novela, se cuenta que
los seres humanos -siguiendo los patrones bíblicos del Génesis- son
susceptibles al consumo de la “fruta prohibida”, que los transforma en
un ser completamente distinto. Una versión futurista de la fruta del Paraíso,
que habitualmente se asocia con la manzana.
Otra idea asociada a la idea de Homo
superior es el tratamiento de los mutantes, que suelen destacar por una
gran inteligencia [Juan Raro (Odd John, 1935), de Olaf
Stapledon], por ser telépatas [Muero por dentro (Dying Inside,
1972), de Robert Silverberg; Mutante (Mutant, 1953), de Henry
Kuttner y Catherine L. Moore] o por tener, directamente, superpoderes (los X-Men).
Una manera de hacer aflorar esa nueva
especie es reuniendo varios seres de alguna manera. Así sucede en Mas que
humano (More Than Human, 1955), de Theodore Sturgeon y su Homo
gestaltiensis, que entre otras cosas es inmortal, ya que cada una de las
partes puede ser sustituída y la esencia se mantiene, una idea que se expone
también en el relato de Howard Fast.
Finalmente y llevando las cosas al
extremo, podemos obtener una inteligencia “superior” mediante una raza-colmena,
como los Borg, que aparecen en multitud de lugares de la franquicia de Star
Trek. Una raza formada por multitud de seres conectados mentalmente a los
que se les ha borrado todo rastro de individualidad y que están coordinados por
una especie de Reina de la Colmena. Aquí, también los individuos son
prescindibles y lo que se mantiene es el Colectivo.
Por supuesto, los seres humanos pueden
trascenderse en algo superior, no de manera utópico-espiritual, como en El
fin de la infancia, sino en un plano estrictamente tecnológico: con la
teoría de la singularidad, gracias a una combinación de implantes cyborg,
extensiones cerebrales en el cyberspacio, inteligencias artificiales y a saber
qué tecnologías futuristas inimaginables más. Es lo que se conoce como transhumanismo,
del que hay muchas muestras en la ciencia ficción y ejemplos no faltan, como Diáspora
(1997) o Ciudad permutación (Permutation City, 1994), de Greg
Egan o 2312 (2012, Premio Nebula 2012), de Kim Stanley Robinson.
Minerales célebres
Soy coleccionista de minerales desde los
diez años, almenos. Para mí fue maravilloso descubrir la escala de Mohs, la
clasificación de Strunz, los sistemas de cristalización o las características
de ciertos minerales, como la fragilidad, la ductibilidad o el brillo. Desde
entonces que cada año adquiero alguna pieza de algún mineral que no tengo, o de
alguno que me gusta especialmente.
¿Aparecen minerales en la ciencia
ficción? Bueno, en la fantasía, desde luego. Especialmente en forma de gemas de
colores, con propiedades mágicas y cargadas de energía o con poderes
sobrenaturales. O el material plateado muy duro, que sirve para construir cotas
de malla: el mithril, en El Señor de los Anillos (The Lord of
the Rings, 1954), de J. R. R. Tolkien. Pero centrémonos en la ciencia
ficción.
Lo primero que se me viene a la cabeza
son la naves de la Federación (Star Trek), que funcionan con
cristales de dilithium. O sus cascos, que están hechos con un metal
llamado duranium.
En el primer capítulo de Star Trek:
Voyager, se nos presenta a una especie de alien -el Guardián- que se
dedica a buscar a semejantes suyos y que, al morir, queda convertido en una
especie de matriz cristalina parecida a un trozo de cuarzo.
También en Star Trek, esta vez en
La Nueva Generación, aparece una forma de vida inteligente que se
encuentra en una especie de arena cristalina y que describe a los humanos como “horribles
bolsas de agua”. Ello sucede en el capítulo titulado “Suelo habitado” (“Home
Soil”, 1988).
Más magnificiente es un alien de La
Nueva Generación, conocido como la Entidad Cristalina, que es una especie
de “copo de nieve gigante” (como lo define el doctor Noonian Soong),
responsable de la destrucción de la población del planeta Omicron Theta,
donde fue encontrado desactivado el comandante Data y tenía su
laboratorio el doctor Noonian Soong.
Isaac Asimov escribió un relato en el
que especulaba sobre una forma de vida basada en el silicio, en vez de en el
carbono, al que llamaba siliconia, en el cuento “La piedra viviente” (“The
Talking Stone”, 1955), contenido en la recopilación Estoy en Puertomarte
sin Hilda.
¿Y qué decir de uno de los minerales más
famosos de toda la historia de la ciencia ficción?: la kriptonita,
originaria del planeta natal de Supermán, Krypton y que es la
única sustancia del universo capaz de doblegar al hombre de acero. Nadie sabe
de qué está compuesta, pero es verde, brilla en la oscuridad y está presente en
los meteoritos que llegan a la Tierra, restos de la destrucción de Krypton.
Y uno más reciente: el adamantium,
la substancia irrompible con que fue infiltrado Lobezno en la serie de
los X-Men. Adamantium proviene del latín adamantis, quien
a su vez proviene del griego, adamantos, en el sentido de duro,
indomable.
No podemos dejar de lado el menos
conocido hielo-9, el verdadero protagonista de la novela Cuna de gato
(Cat’s Cradle, 1963), de Kurt Vonnegut, que al reaccionar con el agua
líquida, actúa como una semilla de cristal y la solidifica completamente.
Otros cristales muy cinematográficos son
los cristales kyber, que proporcionan energía a los famosísimos sables
de luz que usan Jedis y Sith en la serie de películas de Star
Wars.
También está el unobtanium, un
mineral muy valioso que se encuentra en la luna Pandora (Avatar,
2009, dirigida por James Cameron) y que se utiliza para suministrar energía a
la Tierra.
En la serie Star Gate, las
puertas estelares que permiten viajar por toda la galaxia y más allá, están
hechas de un extraño mineral superpesado llamado Naqahdah, capaz de
acumular energía, entre otras cosas.
Y para acabar, uno de bastante antiguo
en el mundillo: la cavorita, que era capaz de apantallar la fuerza
gravitatoria y permitía a las naves salir de la Tierra. Aparece en la novela de
H. G. Wells, Los primeros hombres en la Luna (The First Men in the
Moon, 1901).
Die Krähe
Hay un conocido lied de Franz Schubert
titulado “Die Krahe” (la corneja) que me gusta particularmente. Hoy
pensaba en él cuando he leído en prensa sobre unos experimentos efectuados en
cornejas (Corvus corone) que demostrarían la existencia de una
conciencia primaria en dichos animalitos.
Que los córvidos son inteligentes, hace
mucho tiempo que se sabe. Planifican el futuro; usan herramientas, al igual que
los primates; guardan alimento para cuando no hay (¿se acuerdan de la fábula de
la cigarra y la hormiga? Pues lo mismo con cuervos) y son capaces de reconocer
rostros humanos.
Nada mal para tener un cerebro tan
pequeño como el que poseen, a diferencia de los primates y antropoides, que
tenemos un cerebro enorme, aunque no todos le demos un uso decente, ¡ejem!
Los científicos creen que se trataría de
lo que se conoce como “evolución convergente”, o sea, descubrir dos
veces lo mismo, pero de manera diferente. Como el alfabeto en los humanos, que
fue desarrollado de manera independiente por varias civilizaciones no
conectadas, o las alas de pájaros e insectos, con orígenes diferentes, pero
funciones análogas.
Ya he hablado alguna vez de aves
inteligentes en la ciencia ficción y no me voy a repetir aquí. De hecho, la
literatura en general, tiene bastantes referencias a los córvidos. Tal vez, la
más conocida sea el famoso poema de Edgar Allan Poe, “El cuervo” (“The
Raven”, 1845), con un cuervo como protagonista, que se dedica a recitar la
palabra “Nevermore” (“nunca más”), lo que parece ocasionar un temor
atávico en el autor.
¿Es posible imaginar una civilización
inteligente de córvidos? Supongo que el hecho de tener garras y no manos
adaptadas al manejo de objetos, debe complicar bastante las cosas, pero
curiosamente, los cuervos parecen tener algún tipo de lenguaje mínimamente
sofisticado. ¿Para decir qué? No lo sabemos del cierto.
A fin de cuentas, pasa algo parecido con
los cetáceos, que hasta cantan canciones y tienen lenguajes bastante complejos
(del que no tenemos ni papa, para variar).
Sería interesante dedicar más recursos a
tratar de estudiar el lenguaje de córvidos y de cetáceos. Tal vez se trate de
otro caso de evolución convergente o tal vez el lenguaje, la inteligencia y la
conciencia sean más comunes en la Tierra de lo que pueda parecer a simple
vista, desde el punto de vista de los humanos.
Interficies evolutivas
Una de las cosas que envejece
francamente mal en las series de ciencia ficción son las interficies
humano-ordenador, alien-ordenador o bicho-ordenador, como se prefiera. Pongamos
el ejemplo de la serie Star Trek, que atraviesa bastantes décadas, desde
sus orígenes en los años 60 del siglo XX hasta hoy día.
Las primeras consolas eran básicamente
palancas y botones con lucecitas. Muchas lucecitas. Lucecitas de colores por
todas partes. Era la moda en aquel momento y se suponía que el futuro sería así,
todo bastante psicodélico.
En las películas de los años 80, las
lucecitas empiezan a ser sustituídas por pantallas CRT (tubos de rayos
catódicos), en color, por supuesto. Pantallas por todas partes. Y el
turboascensor del Enterprise empieza a reconocer la voz humana, de
aquella manera.
Con La Nueva Generación, aparecen
las pantallas táctiles planas por todas partes y el reconocimiento de voz se
mejora y generaliza. No en vano, la voz del ordenador de la nave pertenecía a
la conocida actriz Majel Barrett, esposa de Gene Roddenberry, creador de la
serie y quien también aparecía como personaje en forma de la madre de la
Consejera Troi, Lwaxana Troi, embajadora de Betazed.
En posteriores series, la cosa no avanza
mucho. De hecho, no había nuevas tecnologías que mostrar. Lo más parecido a
algo nuevo son las holocubiertas, que ya aparecen en La Nueva Generación,
simulaciones a base de hologramas y campos de fuerza, que dan bastante juego
argumental.
Tenemos que esperar a Star
Trek:Picard para ver algo más nuevo, que ya se había mostrado en películas
como Minority Report (2002) o en el remake de V: los
hologramas táctiles, manejados con las manos.
Un intento de mostrar algo un poco
diferente aparece en la tercera temporada de Star Trek: Discovery, que
acontece en el futuro remoto. Allí, las naves -bastante parecidas a las
“actuales”- tienen unas consolas que podríamos definir como una combinación de
táctiles, 3D y holográficas.
Y ya no hay gran cosa nueva a partir de
aquí. ¿Qué será lo próximo? ¿La interficie telepática? Algo complicada de
mostrar, fílmicamente. No sé, supongo que algo se sacarán de la manga, aunque
va a ser difícil, creo yo.
Y por supuesto, la realidad nos puede
sorprender: pensemos que el smartphone está inspirado en los tricorders
de Star Trek, así que quién sabe lo que la tecnología puede acabar
desarrollando.
Los orígenes de mi universo
En otro post (Cómo diablos me metí en
esto), comentaba cómo tomé contacto con la ciencia ficción literaria. Pero
lo cierto es que se trata de una visión parcial. La verdad es que antes de leer
a Asimov, Dick, Clarke, Bradbury o Hoyle, había leído a uno de los grandes
precursores de lo que después sería la ciencia ficción. Naturalmente, me
refiero a Julio Verne.
De Verne aún conservo una colección de
sus obras completas, que no he leído totalmente, pero que siempre me
fascinaron. Algunas novelas, como De la Tierra a la Luna, 20.000
leguas de viaje submarino o Viaje al centro de la Tierra, cautivaron
mi imaginación infantil e implantaron las semillas para que, más tarde, otras
ficciones científicas me interesasen mucho.
La televisión también hizo lo suyo. En
otro post (Cántico por las lejanas series) comentaba cómo influyeron en
mí algunas series juveniles muy populares en su momento, la mayoría de ellas
británicas o norteamericanas. Y por supuesto, el cine.
Todo este totum revolutum ocasionó
que cuando descubrí la ciencia ficción escrita moderna, me fascinase tanto que
empezase a devorar uno tras otro, libros de las colecciones de Martínez Roca,
Edhasa o Plaza y Janés y posteriormente Acervo, Ultramar
o la colección Nova de Ediciones B. Y los que después siguieron,
como Minotauro, Bibliópolis o La Factoría de Ideas.
Primero me limitaba a leer sobre todo
los autores que había descubierto primero, como Asimov o Clarke, pero poco a
poco, mis gustos se fueron ampliando y descubrí todo el resto. De hecho, aún
estoy descubriendo autores, algunos de los cuales no son precisamente modernos.
Otra de las cosas que influyeron
muchísimo en mí, especialmente en mi manera científica de ver las cosas, fue la
magnífica serie de televisión Cosmos, de Carl Sagan. Creo que vi
aquellos programas tantas veces que me los sabía de memoria. Con un discurso
innovador, que combinaba Ciencias y Humanidades, con grandes historias, una
banda sonora increíble (que mezclaba en un mismo programa a Vangelis y J. M. Jarre
con J. S. Bach o Beethoven) y unos efectos especiales más que decentes que han
envejecido muy bien, fue tal vez la obra que más me ha impactado en toda mi
vida. Para algunos, es la Biblia. Para mí, fue Cosmos.
Y hasta aquí hemos llegado. Sigo leyendo
novelas y relatos, que me pirran, viendo series de televisión (ahora en HBO,
Netflix o Amazon) y la inmensa colección de DVD que poseo o yendo
ocasionalmente al cine. En ello estamos. Y que dure.