29 abril 2009

Jugando con el tiempo

Me estoy leyendo la colección de relatos Historias imposibles de Zoran Zivkovic y me está resultando muy amena. Concretamente, me ha llamado la atención el primer conjunto de relatos, "Los regalos del tiempo" ("Vremenski darovi", 1997). Se trata de un conjunto de relatos enlazados por una temática y un personaje común, relacionados con el tiempo.

¡Ah, el tiempo! ¡Han corrido tantos ríos de tinta a lo largo de la historia sobre esta cuestión! Y la ciencia ficción ha hecho de la cuestión temporal uno de sus tótems más emblemáticos.

Zivkovic nos presenta un extraño personaje capaz de manipular el tiempo, virtud que utiliza -en principio- para ayudar a las personas, pero que vistos los resultados, acaba llegando a la conclusión que, con determinadas cosas, mejor no jugar.

Así pues, nos plantea diversas situaciones, como la futilidad de la muerte por una idea, la problemática de conocer el momento exacto de tu muerte, el saber si aquello por lo que has estado sacrificando tu vida merecía o no la pena y sobre lo terrible que puede ser no poder influir en la historia o, justo lo contrario, la inutilidad de cambiar un hecho trágico después de haber sufrido durante mucho tiempo las consecuencias de dicho trauma.

Las escenas, más que relatos, contenidos en "Los regalos del tiempo" nos muestran una regalo envenenado, una manzana de la discordia, el clásico "vigila con lo que deseas porque podría hacerse realidad".

Contiene una serie de reflexiones sobre la mortalidad y sobre cómo el paso del tiempo afecta a nuestras vidas y sobre lo absurdo que puede resultar querer cambiar las cosas.

Ello me recuerda inevitablemente a un maravilloso capítulo de Star Trek: La Nueva Generación, titulado "El tapiz" en que se especula acerca de esta situación: ¿qué hubiera pasado si en mi juventud hubiese sido más reflexivo y no hubiese cometido ciertos errores fatales?

La conclusión está en la misma línea que "Los regalos del tiempo": somos lo que somos gracias a las decisiones tomadas en el pasado. Somos hijos del tiempo y de nuestro pasado y querer cambiar eso, es como alterar nuestra propia esencia.

24 abril 2009

Un buen escritor nunca muere

Se está volviendo un fenómeno cada vez más habitual en el mundo literario esto de dejar obras póstumas inacabadas que alguna inteligente editorial se encargará de concluir, ya sea mediante un "negro", ya sea mediante algún otro escritor del mundillo.

Ya vimos lo que sucedió en el ámbito cinematográfico con IA de Kubrick / Spielberg. Ahora algo parecido pasa con un par de obras incoclusas del malogrado Michael Crichton. Una, es una novela histórica de piratas auténticos que está prácticamente acabada; la otra, al parecer, es un techno thriller de los suyos que apenas está embastado y que, seguro, seguro, aparecerá un día de éstos concluído y con su firma.

Ha habido más casos. Uno de ellos fue la obra inconclusa de Hacia la Fundación que dejó inconclusa el escritor norteamericano Isaac Asimov pero que apareció bien acabadita, como no podía ser de otra manera. El filón Asimov sigue vendiendo incluso hoy en día, así que no íbamos a perdernos una de sus novelas y menos una del universo de la Fundaciones por el pequeño e insignificante detalle del fallecimiento del autor.

Quienes tal vez mejor han sabido explotar el filón de obras post-mortem ha sido Kevin J. Anderson y Brian Herbert, hijo este último de Frank Herbert, autor de Dune y de cinco secuelas más. El dúo Anderson / Herbert nos ha venido obsequiando desde entonces con un montón de tochos ambientados en el universo de Dune y ahora nos ofrece la conclusión de la saga.

La anotaciones del autor necesarias para concluir "satisfactoriamente" esta novela-río apareció misteriosamente en una caja fuerte del legado del autor, justo a tiempo para ofrecernos un montón de secuelas y de precuelas y de exprimir bien exprimida la gallina de los huevos de oro.

Tampoco podemos condenarlos por ello. Algunos autores fueron verdaderos expertos en exprimir todo lo exprimible en vida, como fueron Isaac Asimov o Arthur C. Clarke, así que no debiera extrañarnos este comportamiento "póstumo".

22 abril 2009

La frágil memoria

Me estoy releyendo la colección de relatos de Ursula K. LeGuin, Las doce moradas del viento, cosa que se está demostrando que era muy necesaria porque me estoy dando cuenta que apenas si recordaba nada de nada de la primera vez que lo leí, hace quince años.

Mucho ha llovido desde que Miquel Barceló entró en el aula de Telecomunicaciones en que estudiaba por aquel entonces y me dejó unos pocos libros de ciencia ficción, entre los que estaba esta magnífica colección de relatos de LeGuin que aún no había leído y que él consideraba imprescindible que debía leer. Y por ello le estaré siempre muy agradecido.

En aquella época mis gustos en ciencia ficción eran limitados y se limitaban a unos pocos autores: Asimov, Clarke, Herbert, Heinlein o Card. No había leído nada de LeGuin, ni de Tiptree, ni de Dick y apenas había caído en mis manos algún relato esporádico de Bradbury o de Silverberg.

LeGuin fue un descubrimiento. Especialmente porque a mí, por aquel entonces, la fantasía no me gustaba en absoluto y, para que os hagáis una idea, le tenía una manía patológica a El Señor de los Anillos, libro que me juré que jamás leería. Cómo cambian las cosas.

Sin embargo, algo de aquellos resabios han perdurado. Debo reconocer que la fantasía heroica o la fantasía oscura, salvo unas pocas excepciones, no me atrae especialmente y que prefiero aquello que puede ser explicado racionalmente, aunque sea traído por los pelos (léase: ciencia ficción).

Tampoco el terror me atrae especialmente. No tanto por la componente fantástica, sino porque soy muy aprensivo. Recuerdo que cuando vi Señales estuve una larga temporada con un vaso de agua bien a mano...

Volviendo a Las doce moradas del viento, es curioso que el único detalle que recordaba perfectamente es una breve referencia a los empastes de muelas en el relato "Abril en París". Nada más de la magnífica serie de relatos que componen esta notable antología. La memoria, además de frágil, es ciertamente caprichosa.

Por eso son buenas las relecturas. Porque nos vuelven a presentar relatos que, a lo mejor en su día no nos gustaron o no entendimos o, al revés, narraciones que por aquel entonces sobrevaloramos.

El problema es que con tal cantidad de lecturas pendientes debido al marasmo de publicaciones de género que rebosan en mis estanterías, es difícil hacerle un huequecito a las relecturas. Aun así, es necesario releer los clásicos, que por algo lo son.

20 abril 2009

El gigante varado: J. G. Ballard

Nos ha dejado James Graham Ballard (1930-2009), escritor británico de ciencia ficción conocido en todo el mundo, autor de obras tan emblemáticas como La sequía, El mundo de cristal, Rascacielos, Vermillion Sands, Playa terminal o Super-Cannes.

Sin ser inicialmente de mis escritores favoritos, se ha ido abriendo un hueco en mis preferencias literarias poco a poco. Lo que más he valorado de él es esa magnífica capacidad de creación de imágenes, a medio camino entre la fantasía y el puro onirismo, que generaban unos mundos muy propios de su imaginación y totalmente incomparables.

En los últimos tiempos estaba bastante preocupado por un cierto fenómeno urbano, el de las urbanizaciones de lujo, mundos cerrados y herméticos aislados del mundo "real", que constituían verdaderas islas de "hipercivilización" que no dejaban de estar a un paso de la barbarie a la que se las rascaba un poco.

Pero sin duda alguna, yo me quedo con el gigante varado y desmantelado, las extrañas criaturas de los desiertos que él imaginó, los escultores de nubes, las selvas cristalizadas, las reflexiones sobre la civilización o los extraños adolescentes hiperviolentos ocultos tras una pátina de sofisticación.

El mundo de J. G. Ballard es riquísimo y se nutre de múltiples fuentes: de países exóticos, de viajes en avión, de los mitos de nuestra cultura moderna y también, aunque en un muy menor medida, de la ciencia ficción clásica, que nunca recibe un tratamiento que pudiéramos catalogar como de "clásico" de la mano de Ballard.

Se ha ido otro gran referente literario moderno. Cada vez quedan menos y somos un poco más huérfanos. Afortunadamente, nos queda su obra, que podremos seguir disfrutando por toda la eternidad.

16 abril 2009

Las amenazas de nuestro mundo

Isaac Asimov tiene un interesante ensayo publicado titulado Las amenazas de nuestro mundo en que analiza las distintas amenazas que puede sufrir la Tierra y la Humanidad a diferentes niveles de gravedad. Naturalmente, las catástrofes cósmicas se encuentran dentro de las más graves.

No obstante, este tipo de reflexiones no siempre son propias de la ciencia ficción. A veces son de rabiosa actualidad. Dejando aparte amenazas que se han convertido en "clásicas", como catástrofes ecológicas del calibre de la desaparición de la capa de ozono o del cambio climático global, hay algunas posibilidades, que han sido llevadas incluso al cine que ponen los pelos de punta.

Por ejemplo: una supererupción volcánica. La activación en cascada de una serie de supervolcanes nos complicaría notablemente la vida. A parte de las zonas directamente afectadas por la lava o por la sismicidad, las cenizas que se inyectarían a la atmósfera podrían generar algo parecido a un pequeño invierno nuclear y enfriar notablemente la superficie de la Tierra, al verse reflejado un porcentaje mayor del habitual de la luz solar incidente.

Por ejemplo: el impacto de un meteorito o de un cometa. Incluso uno relativamente pequeño, si impactase en el momento adecuado en el lugar equivocado podría provocar un sidral más que considerable. Imaginaos qué sucedería si en plena escalada bélica entre la India y Pakistán, o entre Corea del Norte y Estados Unidos, un objeto de origen desconocido impactase en uno de estos territorios. La verdad es que es una posibilidad bastante inquietante, máxime cuando ha estado a punto de suceder ya en alguna ocasión.

Por ejemplo: una supernova cercana. Sería una gran alegría para los astrónomos, pero me temo que duraría poco. La cantidad de radiación que recibiríamos sería suficiente como para freírnos. Tal cosa es poco probable, aunque no imposible, en absoluto.

Por ejemplo: la inversión de los polos magnéticos, algo que según algunos científicos podría ser inminente. El problema no es tanto la inversión en sí (que dejaría obsoletos muchos mapas geomagnéticos) sino que ésta suele llevar aparejada una disminución de la intensidad de la magnetosfera, por lo que los chorros de partículas cósmicas llegarán con más facilidad a la superficie de la Tierra.

Por ejemplo: una variación, tanto al alza como a la baja de la radiación solar. La primera, podría conducirnos a un escenario dantesco. La segunda, a una glaciación forzada. En cualquier caso, ninguna de ambas perspectivas es demasiado halagüeña.

En fin, que si queremos escurrirnos el cerebro y pensar en lo que puede ir mal, de posibilidades hay para todos los gustos.

07 abril 2009

Sterling y el futuro de la ciencia ficción

Bruce Sterling comentaba recientemente en una entrevista que el escritor de novelas de ciencia ficción será pronto algo del pasado. Que si uno lee sobre un futuro muy certero, acaba siendo infeliz y que la gente necesita tanto a los profetas como a los brujos o a los curanderos. De aquella manera, vamos.

Su parte de razón tiene. Hace cincuenta años, hablar del futuro podía ser esperanzador. La ciencia y la tecnología todavía eran benegloriadas y la idea de que un mundo mejor era posible, construible a partir de la razón y del progreso era algo comúnmente creído. Pero los tiempos han cambiado.

La tecnología nos ha mostrado algunas de sus terribles caras: contaminación, destrucción de ecosistemas, crisis energéticas, accidentes nucleares, el agujero de la capa de ozono, el calentamiento global, etcétera. Y el futuro racional no se ve como algo muy factible que digamos.

El escritor de ciencia ficción o se escapa a un futuro muy lejano, en el que las cosas, a fin de cuentas, son muy similares a la actualidad o se limita a concentrarse a unos pocos años vista en el que aparecen unos cuantos cachivaches tecnológicos que, al acabar la novela, posiblemente ya se estarán comercializando, tal es la velocidad a que progresa la técnica.

Pero sobre todo, yo creo que casi todo está ya inventado. Aquello de "nada nuevo bajo el sol". Es muy difícil encontrar algo original en el enorme magma de ideas que ha desarrollado la ciencia ficción a lo largo de todo un siglo. Y, seamos realistas, lo que no es original, nos aburre.

Es normal, pues, que exista un cierto agotamiento de las formas y de las temáticas dentro del mundillo, que se ha hecho pequeño a todas luces.

03 abril 2009

Elfos y robots: dos caras de la misma moneda

En la literatura fantástica es común ver ideas que se repiten. Lo que no es tan común es ver dos ideas similares que formalmente no tienen nada que ver con una naturaleza e inquietud común. Tal es el caso de dos razas imaginarias de personajes, de orígenes dispares y que aparentemente no tienen nada en común: los elfos y los robots.

Los elfos son unas criaturas míticas, que nacen del folklore centro y norte europeo y que se han difundido por el imaginario colectivo de toda la Humanidad. Habitan en bosques, montañas, cuevas, alejados del mundo de los hombres pero con quienes acaban teniendo algún tipo de relación tangencial. Son, tal vez, antiguas deidades o manifestaciones de genios de la naturaleza en una época en que no existían las grandes religiones monoteístas.

La última evolución importante que han sufrido los elfos en la literatura tal vez sea de la mano de J.R.R. Tolkien en su sorprendente mundo, descrito en novelas como El Señor de los Anillos o El Silmarillion. En éstas, los elfos son una especie de raza angelical, dotados de gran belleza tanto física como mental, inmortales y aparentemente perfectos.

Aún así, no pueden dejar de sentir fascinación por los imperfectos y mortales humanos, a quienes adoptan como una especie de hermanos pequeños a quienes deben proteger a toda costa, debido a su bondad innata y no tanto porque así lo hayan decidido racionalmente. No en vano, Tolkien los metaforiza como una especie de ángeles de la guarda judeocristianos.

Y así llegamos a otra rama de la literatura fantástica que aparentemente nada tiene que ver con la fantasía heroica: la ciencia ficción. Concretamente, los robots asimovianos. Isaac Asimov, cansado de que las máquinas siempre adoleciesen del clásico "complejo de Frankenstein", o sea, de que fuesen los malos de la película, decide introducir un tipo de robot diferente: el robot bueno.

Algunos de sus primeros relatos de robots van claramente en esta dirección, con robots-niño o robots-niñera. Pero para protegerse completamente de cualquier tendencia corruptora, incorpora a los robots en su programación básica una ética simplificada basada en las conocidas 3 leyes de la robótica:

Primera ley: Un robot no puede dañar nunca a un ser humano ni permitir que éste resulte dañado.

Segunda ley: Un robot debe obedecer las órdenes que le dé un ser humano, salvo cuando ello entre en contradicción con la primera ley.

Tercera ley: Un robot debe proteger su existencia salvo cuando ello entre en contradicción con la segunda o la primera ley.


Algunos han visto en las tres leyes una especie de código deontológico del buen esclavo y no les falta razón en ello. Pero no creo que ésta fuese la intención inicial del Buen Doctor. Yo más bien creo que intentó obtener un código de conducta racional y racionalizado de lo que debería ser un buen robot, útil a los humanos y que no les inspirase el clásico terror por la máquina.

Pero el posterior desarrollo literario parece conducir al mismo camino que con los elfos protectores: a una especie de raza angelical que se dedica a servir y proteger a los seres humanos a toda costa. En una evolución posterior, incluso aparece una nueva raza de robots que obedecen a una nueva ley -la ley cero- superior a las otras tres leyes básicas, que reza:

Ley cero: Un robot no puede dañar a la Humanidad ni permitir por inacción que la Humanidad resulte dañada.

De esta manera, se produce una generalización del concepto del bien y del mal en los robots. Ya no se trata de proteger a todos y cada uno de los seres humanos a toda costa, sino que es la Humanidad, como entidad colectiva superior lo que debe ser protegido, ya que ello redundará en beneficio de todos los seres humanos, o al menos, de una gran mayoría.

Pero al igual que el exceso de proteccionismo de los elfos acaba siendo malo, el exceso de celo de los robots para con los humanos produce sociedades robóticas en la que los humanos, lejos de ser simplemente los amos de los esclavos, se han convertido en sus propias víctimas, ya que la dependencia de éstos es tan grande que sin ellos, su cultura carecería de sentido, como puede verse en los mundos espaciales de Aurora y, sobre todo, de Solaria, en donde los robots derivan a una cultura latifundista e hiperindividualista.

Así pues, en cierta manera, los robots acaban retirándose del primer plano de la historia de la Humanidad por su propio bien. Es evidente que ésta no era la intención inicial de Asimov cuando empezó a escribir sus relatos de robots, pero es a la conclusión a la que debió llegar cuando decidió fundir la serie de los robots con la serie de las Fundaciones en Los límites de la Fundación.

Tal vez el caso más extremo se dé en Los Humanoides, de Jack Williamson, en la que una raza de robots ultraprotectores acaban esclavizando a la Humanidad a pesar de las buenas intenciones iniciales de protegerla.

Tanto en elfos como en robots podemos ver cómo se cumple aquella famosa sentencia que dice que el Infierno está lleno de gente que tenía buenas intenciones.