El oráculo de Delfos
En la antigüedad clásica,
los griegos y también los romanos y otros pueblos vecinos disponían del
prestigioso oráculo de Delfos, situado en la ciudad del mismo nombre. Allí, una
sacerdotisa del templo de Apolo, la Pitonisa, tocada por los vapores sulfurosos
que emanaban del interior de la tierra –vaya, con un colocón considerable-
aconsejaba a los peticionarios acerca de sus dudas, supongo que previo pago por
un módico precio por las molestias.
Igualito que hoy día con
los videntes de altas horas de la madrugada de algún que otro canal televisivo.
Pero no quiero hablar de esa avifauna, sino del verdadero oráculo de Delfos
moderno: san Google.
La gente ya no compra la
megaenciclopedia de turno, ni si quiera le pregunta al cuñado que sabe de todo:
lo mira en san Google. Incluso tiene una opción de “Voy a tener suerte” que es
de lo más interesante.
Aparentemente es gratuito,
pero con la información que directa o indirectamente le facilitamos, Google nos
compra el alma como si del diablo se tratase y la revende en el mercado de las
almas perdidas a buen precio.
De hecho, si se analiza
seriamente qué le pregunta la gente a
Google es para alucinar. Ello me recuerda a una escena de la película
Demolition Man, una pseudoutopía futura en la que
aparentemente todo es bonito y perfecto, en la que un ciudadano algo deprimido
le confiesa a un terminal, en plena calle, que se encuentra algo deprimido.
Aquí, más que a Google, me
recuerda a un Eliza, un programa informático de inteligencia artificial muy
elemental que hace tiempo se puso de moda, que simula a un psicoanalizador
siguiendo unas pautas muy simples y con el que la gente suele engancharse
fácilmente y acaban explicándole sus interioridades sin ningún tipo de tapujo.
Me extraña que Google no
haya implementado un servicio “gratuito” de Eliza para sonsacarnos todavía más
información personal y vendérsela al diablo por un módico precio.
El suplicio de Tántalo
Cuenta la mitología
griega, que uno de los hijos de Zeus, Tántalo robó algo que no debía, cosa que
enfureció a los dioses, quienes lo castigaron cruelmente: lo sumergieron en un
lago con el agua a la altura de la barbilla, pero cada vez que intentaba saciar
su sed con el agua, ésta se retiraba. Igualmente, tenía a su alcance un árbol
cargado con jugosas frutas, pero cuando intentaba coger una, éstas también se
retiraban. Y como colofón, una enorme roca sobre su cabeza amenazaba con
aplastarlo en el momento más inesperado.
Los griegos tenían mucha
imaginación. Este curioso suplicio me recuerda un poco a nuestra situación
actual en la búsqueda de exoplanetas. Cada vez descubrimos más de ellos.
Muchos, a una distancia de pocos años-luz de la Tierra y algunos con unas
condiciones ambientales que podrían permitir albergar vida en su superficie.
Pero, mira por dónde, a
pesar de estar relativamente cerca, al alcance de nuestra mano, están
irremediablemente lejos, demasiado lejos. Tanto que con la tecnología actual o
la que se vislumbra en un futuro cercano, será imposible llegar a ellos en un
período de tiempo prudencial.
Incluso creando un arca
generacional (La nave estelar, de Brian Aldiss o
Cita con Rama, Arthur C. Clarke) o desarrollando la
hibernación (Cánticos de la lejana Tierra, Arthur C. Clarke),
dos tecnologías que ni si quiera sabemos si son posibles, siguen estando
demasiado lejos para nosotros. Ninguno de los que ahora vivimos pisaremos jamas
un exomundo, aunque éste sea habitable.
Eso me recuerda indefectiblemente
al suplicio de Tántalo: tan cerca y a la vez, tan lejos. Y es posible que la
roca sobre nuestras cabezas, similar a otro mito griego, el de la espada de
Damocles, no sea un simple añadido. Como decía Stephen Hawking, tarde o
temprano, un asteroide o cometa lo suficientemente grande acabará impactando
sobre nuestro planeta y nos enviará directos al otro barrio.
No deja de ser irónico que
habiendo aparentemente tantísimos mundos en nuestra galaxia, muchos de ellos
potencialmente habitables, algunos incluso a pocos años-luz, estemos tan lejos
de poder llegar a ellos como los griegos que miraban los cielos e inventaban
imaginativos mitos sobre dioses y hombres.
Emigrando
Hace ya un tiempo que el
científico retirado Stephen Hawking, conocido por todos, viene advirtiendo a la
Humanidad que se tome en serio la exploración del espacio y que prepare a medio
o largo plazo su migración desde el planeta Tierra a otros lugares del Cosmos.
¿Capricho? No. La
Humanidad está condenada a la extinción si no emigra de la Tierra en un
prudencial período de tiempo. Ya se sabe, tarde o temprano –es una cuestión
estadística- un asteroide suficientemente grande o un cometa- acabarán
impactando en nuestro planeta y provocarán una hecatombe. Como cuando se
extinguieron los dinosaurios.
Si le añadimos que los
humanos no hemos tratado precisamente bien a la Tierra (contaminación, cambio
climático, residuos radiactivos, agotamiento de los recursos, superpoblación,
existencia de arsenales químicos, nucleares y bacteriológicos, etcétera) la
cosa se pone fea si esperamos suficiente tiempo.
Aunque no se nos venga
encima un cometa de los gordos, siempre puede surgir en algún país perdido, un
loco con armas nucleares que desencadene el Armagedón. Estaba pensando, sin ir
muy lejos, en Corea del Norte, pero de candidatos hay unos cuantos. Occidente
solito tiene el triste récord de disponer de arsenales de armas de destrucción
masiva más que suficientes para destrozar todo rastro de vida por encima de las
bacterias en nuestro mundo.
Me temo que Hawking es un
optimista. Quizás podamos huir de los cometas o de los asteroides, pero no
podemos huir de nosotros mismos. Lo cierto es que si emigramos a otros mundos,
nos llevaremos nuestra idiosincrasia con nosotros. Seguirá habiendo naciones,
egoísmos, xenofobias, guerras y otras tantas cosas que, por desgracia, nos son
connaturales y que reproducirán la historia.
Si algo podemos aprender
de la Historia, es que no aprendemos la lección. Es cierto que desde la II
Guerra Mundial no ha habido ningún conflicto masivo que implique a toda la
Humanidad, pero ha habido multitud de pequeños conflictos que, a efectos
prácticos, han representado una especie de III Guerra Mundial a cámara lenta,
más silenciosa, pero bastante mortífera.
Tal vez tendríamos que
aprender a mejorar como especie antes de esparcir la porquería por toda la
galaxia. No se me ocurre una peor pesadilla que una galaxia habitada por
humanos, poco diferenciados de unos antropoides belicosos que somos nosotros.