Correlaciones: Cachivaches
Cada dos por tres, aparece alguna
noticia en prensa que anuncia el descubrimiento de un nuevo dodecaedro romano
en algún yacimiento arqueológico.
Los dodecaedros son piezas, generalmente
metálicas, pero también pueden ser de otros materiales, con forma de
dodecaedro, como su nombre indica, que no tenemos ni la más remota idea de para
qué servían.
Las fuentes clásicas escritas no los
citan, así que solo podemos echarle imaginación. Se han propuesto todo tipo de
posibles usos: dados, soportes de los mástiles de las legiones, objetos de
culto sagrado, lámparas, etc., pero ninguna de las explicaciones ofrecidas
parece acabar de cuadrar.
¿Qué demonios son y para qué servían?
Solo sabemos que parece que sus propietarios los tenían por valiosos, pues
suelen aparecer junto a monedas u otros objetos de valor.
Este tipo de cachivaches me recordaron
muchísimo a los que aparecen en la novela “Portico” (Gateway,
1977), de Frederik Pohl. Una antigua y enigmática civilización extraterrestre
-los Heechees- ha dejado por todas partes una serie de aparatos que nadie sabe
para qué servían y a los que se les han dado nombres más o menos metafóricos,
como pasa con nuestros dodecaedros romanos. Mención especial para los
“molinillos de la oración”.
Supongo que si una civilización
extraterrestre del futuro escudriñase en un yacimiento humano también se
encontraróa objetos raros de los que, por su simple aspecto, difícilmente
podrían ser capaces de averiguar su función.
También es cierto que pocas cosas
sobrevivirían al paso de los siglos. Objetos de plástico, tal vez, y algunos
objetos de metales más o menos resistentes. Probablemente, las cosas que menos
podríamos imaginar.
Si ya no somos capaces de averiguar para
qué sirven los dodecaedros romanos y apenas tienen dos mil años y forman parte
de una cultura predecesora de la nuestra, imaginad el abismo con objetos
alienígenas, tal vez separados de nosotros cientos de miles o millones de años,
de una cultura que no tendría nada qué ver con la nuestra.
Pero bueno, si para algo sirve la
imaginación es para ofrecer respuestas creativas y para cubrir esos abismos que
a veces se abren en el mundo real.
Agazapados en el bosque oscuro
El otro día escuchaba una interesante
disertación en el canal de “El robot de Platón” sobre la teoría del
bosque oscuro, que me hizo reflexionar.
Aunque ya he tocado el tema en este blog
alguna otra vez, a fin de entrar en materia, la teoría del bosque oscuro viene
a decir lo siguiente. Imaginemos que en la galaxia hay un montón de especies
inteligentes tecnológicas similares a la nuestra o incluso de un nivel
superior. ¿Por qué no se comunican con nosotros o entre ellas? Vaya, la famosa
pregunta que se hizo Enrico Fermi: “Si hay aliens, ¿dónde están? ¿Por qué no
están aquí?”.
La teoría del bosque oscuro afirma que
para que una especie pueda prosperar, debe tener un cierto grado de violencia
en su naturaleza. O al menos, algunas de ellas serán violentas y expansivas.
Como, en definitiva, la galaxia es finita, aunque nos parezca muy grande, una
especie avanzada podría temer a sus vecinos, así que se esconde, como un
cazador agazapado en un bosque oscuro, para que no la descubran.
Es posible que, si hay especies
imperialistas, estas no tengan muchos escrúpulos en enviar un caballo de Troya
a las especies que se están empezando a desarrollar, como la nuestra, a fin de
exterminarlas y evitarse un posible competidor futuro. Dadas las distancias entre
las estrellas y a que, de momento, no conocemos maneras prácticas de viajar a
velocidades translumínicas, en el tiempo en que vamos a conocer a una nueva
especie, esta podría haberse vuelto muy poderosa y hostil, por lo que mejor
eliminarla en sus estadios iniciales.
Más o menos, esta es la teoría del
bosque oscuro. Por supuesto, no creo que la violencia y el imperialismo sean la
consecuencia natural de la teoría de la evolución. Si bien la hipótesis es
factible, también podría ser que las especies colaborasen unas con otras y que
no hubiese guerra en la galaxia. Tal vez hubiese una liga o federación de
especies.
Sea como fuere, ¿dónde están? Es posible
que estén ahí, pero que hayan llegado a un estadio evolutivo tan avanzado que,
si nos ven, consideren que somos como hormigas y que no merece la pena intentar
comunicarse con nosotros.
Ahora bien, tanto si son hostiles como
si son tremendamente avanzados y no son hostiles, hay motivos poderosos para
estarnos calladitos y no llamar demasiado la atención, aunque me temo que ya es
tarde. Las señales de radio y de televisión hace un siglo que viajan por el
espacio, expandiéndose en una esfera de unos cien años luz, más o menos,
espacio en el que ya hay bastantes estrellas y que podría contener alguna
civilización avanzada.
Por lo tanto, ya no va a venir de aquí.
Los potenciales beneficios, ¿superan los posibles perjuicios de una
comunicación? Aunque me encantaría saber si hay inteligencias o al menos vida
ahí fuera, tal vez tampoco sea buena idea contactar con ellos, aunque sean
pacíficos.
Tal vez, el contacto con una
civilización más avanzada que la nuestra pudiera desestabilizarnos
terriblemente y acabar de hundirnos (véase “El texto de Hércules”, de
Jack McDevitt). Aunque reconozco que solitos ya lo hacemos muy bien. Quizás,
saber que hay alguien más ahí fuera nos uniese y convirtiese nuestras exiguas
diferencias, por las que estamos dispuestos a luchar y a matarnos los unos a
los otros, en algo trivial (Véase “Star Trek”, de Gene Roddenberry).
Pero tampoco las tengo todas. Y también
podría ser que la civilización alienígena estuviese más atrasada que nosotros,
por ejemplo, en el equivalente tecnológico del principio de nuestro siglo XX.
Serían capaces de comunicarse, pero pobrecillos si les ponemos las zarpas
encima, porque viendo cómo nos tratamos entre nosotros, no quiero ni pensar qué
haríamos con unos seres más débiles que la Humanidad (véase “Un caso de
conciencia”, de James Blish o “El nombre del mundo es bosque”, de
Ursula K. LeGuin).
Y naturalmente, existe la posibilidad
que la comunicación fuese imposible, pues nuestros lenguajes y nuestros puntos
de referencia culturales fuesen tan dispares, que no hubiese manera práctica de
entendernos, lo cual podría generar una tremenda frustración (Véase “Fiasco”
o “La voz de su amo”, de Stanislaw Lem).
En fin, que motivos para hablar y para
estar callados los hay tal vez por partes iguales, así que quizás podríamos
estar a la escucha, escudriñar los cielos, pero no enviar señales potentes que
revelasen nuestra posición. Siempre estaremos a tiempo de hacerlo. O tal vez
no, pero la hipótesis del bosque oscuro es una seria advertencia acerca de las
graves consecuencias que puede tener un acto tan simple como la comunicación o
el ansia de saber en determinadas circunstancias.