29 noviembre 2019

Los archivos Farley


Una de las primeras novelas que leí de Robert A. Heinlein, si no la primera, fue Estrella doble (“Double Star”, 1956), en la que un conocido actor terrestre tenía que suplantar a un famoso político que debía ser adoptado por la comunidad marciana.

La trama me recuerda bastante a una película sobre suplantaciones, esta vez de presidentes norteamericanos: Dave, presidente por un día (“Dave”,1993, dirigida por Ivan Reitman), que tiene un desenlace parecido.

Lo que más recuerdo de la trama de Estrella doble, curiosamente, es un pequeño detalle que aparece en ella: los archivos Farley. Estos son unos archivos que tiene el político, en los que cada persona que conoce tiene una ficha, con sus datos personales, anécdotas, puntos fuertes y debilidades y que puede ser consultado antes de tratar con la persona en cuestión.

Los archivos Farley son reales. Fueron ideados por James Aloysius Farley, gerente de la campaña del presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, que acabó convirtiéndose en jefe del Comité Nacional Demócrata.

Al parecer, el uso que hacía Roosevelt de estos archivos hacía que las entrevistas que sostenía el presidente con la gente, resultasen mucho más íntimas y potentes que si no hubiese dispuesto de esa información.

Estoy convencido que los políticos de hoy día tienen algo parecido en sus carteras. Y no sólo los utilizan estos, sino también los líderes empresariales y sociales. Una idea simple, pero extremadamente potente y práctica.

Se decía de Jordi Pujol que era un archivo Farley viviente, ya que con su prodigiosa memoria recordaba todo tipo de detalles sobre encuentros pasados con electores, amigos y conocidos, cosa que pude comprobar en una ocasión en persona.

La mención a Farley aparece también en la novela Sol naciente (”Rising Sun”, 1992) de Michael Crichton.

Supongo que en el futuro, todos tendremos nuestra versión de archivo Farley dentro de nuestro móvil, a modo de asistente personal, que nos informará exhaustivamente sobre la gente con la que vayamos a tratar.



27 noviembre 2019

La Orden de Heinlein o el Infierno está empedrado de buenas intenciones


Robert A. Heinlein, uno de los grandes escritores de ciencia ficción de mediados del siglo XX era un enamorado de la ingeniería, como lo demuestra en algunas de sus novelas, como en Puerta al verano (“The Door Into Summer”, 1956).

En su honor, podríamos crear la Orden de Heinlein, dedicada a aquellos ingenieros, químicos, etc. que, bueno, aun cargados de buenas intenciones, la pifiaron estrepitosamente.

El primer candidato podría ser el ingeniero sueco Sten Gustaf Thulin, que horrorizado por la cantidad de árboles que se talaban para fabricar las bolsas de papel en los supermercados, de las que se consumían por millones cada día, decidió inventar la bolsa de plástico reutilizable.

El problema es que la industria del plástico tenía otros planes y sustituyeron las bolsas de papel biodegradable por sus bolsas de plástico irrompible y semieterno. El resultado es que actualmente, en medio del océano Pacífico hay una extensión del tamaño de dos veces Francia de bolsas de plástico flotando.

Un candidato más que firme al premio sería Thomas Midgley, ingeniero mecánico y químico estadounidense, quien desarrolló el tetraetilo de plomo, un aditivo que se añadía a la gasolina. De esta manera se liberaron cantidades ingentes de dañino plomo a la atmósfera, hasta que en tiempos recientes se prohibió. Aún se detectan niveles anómalos de plomo en la gente que estuvo expuesta a las gasolinas con plomo. Lo macabro del caso es que existían sustitutos mucho más inocuos, pero como no se podían patentar, pues escogieron el tetraetilo de plomo.

No contento con ello, y con toda la buena fe del mundo, ideó los CFC (clorofluorocarbonados), unos gases inertes que sustituían otras substancias que se utilizaban en la refrigeración y que eran bastante más reactivas y peligrosas. El problema es que los CFC, una vez se acumularon en la atmósfera, produjeron el agujero en la capa de ozono, hasta que también en tiempos recientes se prohibieron.

El historiador John McNeill afirmó sobre Midgley que: "Tuvo más impacto en la atmósfera que cualquier otro organismo en la historia (reciente) de la Tierra" y el impacto en cuestión no fue precisamente positivo.

Midgley a los 51 años de edad, contrajo la polio y quedó paralítico. Ello, irónicamente, le llevó a diseñar un complejo sistema de cuerdas y poleas para levantarse de la cama, con tan mala suerte que acabó enrollándose en su propio invento y murió estrangulado.

Otros meritorios candidatos:

El químico alemán Joseph Wilbrand, que inventó el trinitrotolueno (TNT), utilizado inicialmente como tinte. Posteriormente se le descubrieron las propiedades explosivas que lo han hecho tan famoso y tan empleado.

Otro químico alemán, Anton Köllisc, intentando obtener una substancia que controlase el sangrado anormal, obtuvo un producto que posteriormente fue llamado “éxtasis”, una de las drogas que más personas mata cada año.

Y para completar el trío de químicos alemanes desafortunados, tenemos al doctor Gerhard Schrader que, buscando un nuevo tipo de insecticida, obtuvo una substancia conocida hoy día como gas sarín, altamente mortal y del que tenemos la mala memoria del atentado en el metro de Tokyo.

Podríamos seguir, pero supongo que ha os hacéis una idea, ¿no?



25 noviembre 2019

Temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde


Hay un libro del año 1953 que describe muy bien la situación actual de atontamiento de la sociedad y su sumisión total a la televisión. Concretamente a la televisión basura. Se trata del genial Fahrenheit 451, de Ray Bradbury.

El mundo descrito es una distopía peculiar en la que los bomberos en vez de preocuparse por sofocar incendios, se dedican a quemar libros (y a sus poseedores si no se apartan lo suficientemente a tiempo).

Se trata de una dictadura, sí, pero no tipo “Gran Hermano” como en 1984, de George Orwell. Aquí es la propia sociedad la que quiere vivir así. La Cultura es mala porque puede producir sufrimiento y disensión, por lo tanto, hay que rehuirla, cosa que se manifiesta en el incendio de los libros.

La gente vive recluida en sus casas, cuyas paredes han convertido en gigantescas pantallas de televisión y padecen unas existencias anodinas, ligadas a lo que ven y oyen por la televisión.

Tal vez no hayamos llegado todavía a los extremos de la novela, pero entre la televisión y el móvil, el desprecio total por la cultura y la intelectualidad, los bajos índices de lectura (especialmente entre la gente joven) y otras mandangas por el estilo, encuentro que nos ha salido un “futuro” bastante poco halagüeño.

No entro en otras consideraciones, como el riesgo de una guerra nuclear, la superpoblación o el cambio climático y la contaminación. Simplemente con esta degradación social ya hay motivo más que suficiente para echarse a temblar.

Internet –como preveía Michael Crichton, un tecnoescéptico de tomo y lomo- lejos de conducirnos a la utopía de la educación global, más bien nos ha llevado a la idiotización global. Todos repiten los mismos memes, cuyo consumo de usar y tirar es característica común. Además, gracias al teléfono móvil, ahora podemos llevarnos las pantallas gigantes de Fahrenheit 451 en el bolsillo, a cualquier lugar al que vayamos.

No soy demasiado optimista. Esto no hay quien lo pare y cada vez va a más. Cuando desaparezcan las últimas generaciones que vivieron un mundo analógico, no va a quedar más que “nativos digitales”, la mayoría de ellos con una fobia considerable a todo lo que huela a cultura, sin criterio, convertidos en consumidores terminales de todo cuanto la pantalla les ofrezca.