Los archivos Farley
Una de las primeras
novelas que leí de Robert A. Heinlein, si no la primera, fue Estrella
doble (“Double Star”, 1956), en la que un conocido
actor terrestre tenía que suplantar a un famoso político que debía ser adoptado
por la comunidad marciana.
La trama me recuerda
bastante a una película sobre suplantaciones, esta vez de presidentes
norteamericanos: Dave, presidente por un día
(“Dave”,1993, dirigida por Ivan Reitman), que tiene un
desenlace parecido.
Lo que más recuerdo de la
trama de Estrella doble, curiosamente, es un pequeño detalle
que aparece en ella: los archivos Farley. Estos son unos archivos que tiene el
político, en los que cada persona que conoce tiene una ficha, con sus datos
personales, anécdotas, puntos fuertes y debilidades y que puede ser consultado
antes de tratar con la persona en cuestión.
Los archivos Farley son
reales. Fueron ideados por James Aloysius Farley, gerente de la campaña del
presidente estadounidense Franklin Delano Roosevelt, que acabó convirtiéndose
en jefe del Comité Nacional Demócrata.
Al parecer, el uso que
hacía Roosevelt de estos archivos hacía que las entrevistas que sostenía el
presidente con la gente, resultasen mucho más íntimas y potentes que si no
hubiese dispuesto de esa información.
Estoy convencido que los
políticos de hoy día tienen algo parecido en sus carteras. Y no sólo los
utilizan estos, sino también los líderes empresariales y sociales. Una idea
simple, pero extremadamente potente y práctica.
Se decía de Jordi Pujol
que era un archivo Farley viviente, ya que con su prodigiosa memoria recordaba
todo tipo de detalles sobre encuentros pasados con electores, amigos y conocidos,
cosa que pude comprobar en una ocasión en persona.
La mención a Farley
aparece también en la novela Sol naciente (”Rising
Sun”, 1992) de Michael Crichton.
Supongo que en el futuro,
todos tendremos nuestra versión de archivo Farley dentro de nuestro móvil, a
modo de asistente personal, que nos informará exhaustivamente sobre la gente
con la que vayamos a tratar.
La Orden de Heinlein o el Infierno está empedrado de buenas intenciones
Robert A. Heinlein, uno de
los grandes escritores de ciencia ficción de mediados del siglo XX era un
enamorado de la ingeniería, como lo demuestra en algunas de sus novelas, como en
Puerta al verano (“The Door Into Summer”,
1956).
En su honor, podríamos
crear la Orden de Heinlein, dedicada a aquellos ingenieros,
químicos, etc. que, bueno, aun cargados de buenas intenciones, la pifiaron
estrepitosamente.
El primer candidato podría
ser el ingeniero sueco Sten Gustaf Thulin, que horrorizado por la cantidad de
árboles que se talaban para fabricar las bolsas de papel en los supermercados, de
las que se consumían por millones cada día, decidió inventar la bolsa de
plástico reutilizable.
El problema es que la
industria del plástico tenía otros planes y sustituyeron las bolsas de papel
biodegradable por sus bolsas de plástico irrompible y semieterno. El resultado
es que actualmente, en medio del océano Pacífico hay una extensión del tamaño de
dos veces Francia de bolsas de plástico flotando.
Un candidato más que firme
al premio sería Thomas Midgley, ingeniero mecánico y químico estadounidense,
quien desarrolló el tetraetilo de plomo, un aditivo que se añadía a la
gasolina. De esta manera se liberaron cantidades ingentes de dañino plomo a la
atmósfera, hasta que en tiempos recientes se prohibió. Aún se detectan niveles
anómalos de plomo en la gente que estuvo expuesta a las gasolinas con plomo. Lo
macabro del caso es que existían sustitutos mucho más inocuos, pero como no se
podían patentar, pues escogieron el tetraetilo de plomo.
No contento con ello, y
con toda la buena fe del mundo, ideó los CFC (clorofluorocarbonados), unos
gases inertes que sustituían otras substancias que se utilizaban en la
refrigeración y que eran bastante más reactivas y peligrosas. El problema es
que los CFC, una vez se acumularon en la atmósfera, produjeron el agujero en la
capa de ozono, hasta que también en tiempos recientes se prohibieron.
El historiador John McNeill
afirmó sobre Midgley que: "Tuvo más impacto en la atmósfera que
cualquier otro organismo en la historia (reciente) de la Tierra"
y el impacto en cuestión no fue precisamente positivo.
Midgley a los 51 años de
edad, contrajo la polio y quedó paralítico. Ello, irónicamente, le llevó a
diseñar un complejo sistema de cuerdas y poleas para levantarse de la cama, con
tan mala suerte que acabó enrollándose en su propio invento y murió
estrangulado.
Otros meritorios candidatos:
El químico alemán Joseph
Wilbrand, que inventó el trinitrotolueno (TNT), utilizado inicialmente como
tinte. Posteriormente se le descubrieron las propiedades explosivas que lo han
hecho tan famoso y tan empleado.
Otro químico alemán, Anton
Köllisc, intentando obtener una substancia que controlase el sangrado anormal,
obtuvo un producto que posteriormente fue llamado “éxtasis”, una de las drogas
que más personas mata cada año.
Y para completar el trío
de químicos alemanes desafortunados, tenemos al doctor Gerhard Schrader que,
buscando un nuevo tipo de insecticida, obtuvo una substancia conocida hoy día
como gas sarín, altamente mortal y del que tenemos la mala memoria del atentado
en el metro de Tokyo.
Podríamos seguir, pero
supongo que ha os hacéis una idea, ¿no?
Temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde
Hay un libro del año 1953
que describe muy bien la situación actual de atontamiento de la sociedad y su
sumisión total a la televisión. Concretamente a la televisión basura. Se trata
del genial Fahrenheit 451, de Ray Bradbury.
El mundo descrito es una
distopía peculiar en la que los bomberos en vez de preocuparse por sofocar
incendios, se dedican a quemar libros (y a sus poseedores si no se apartan lo
suficientemente a tiempo).
Se trata de una dictadura,
sí, pero no tipo “Gran Hermano” como en 1984, de George
Orwell. Aquí es la propia sociedad la que quiere vivir así. La Cultura es mala
porque puede producir sufrimiento y disensión, por lo tanto, hay que rehuirla,
cosa que se manifiesta en el incendio de los libros.
La gente vive recluida en
sus casas, cuyas paredes han convertido en gigantescas pantallas de televisión
y padecen unas existencias anodinas, ligadas a lo que ven y oyen por la
televisión.
Tal vez no hayamos llegado
todavía a los extremos de la novela, pero entre la televisión y el móvil, el
desprecio total por la cultura y la intelectualidad, los bajos índices de lectura
(especialmente entre la gente joven) y otras mandangas por el estilo, encuentro
que nos ha salido un “futuro” bastante poco halagüeño.
No entro en otras
consideraciones, como el riesgo de una guerra nuclear, la superpoblación o el
cambio climático y la contaminación. Simplemente con esta degradación social ya
hay motivo más que suficiente para echarse a temblar.
Internet –como preveía
Michael Crichton, un tecnoescéptico de tomo y lomo- lejos de conducirnos a la
utopía de la educación global, más bien nos ha llevado a la idiotización
global. Todos repiten los mismos memes, cuyo consumo de usar y tirar es
característica común. Además, gracias al teléfono móvil, ahora podemos
llevarnos las pantallas gigantes de Fahrenheit 451 en el
bolsillo, a cualquier lugar al que vayamos.
No soy demasiado
optimista. Esto no hay quien lo pare y cada vez va a más. Cuando desaparezcan
las últimas generaciones que vivieron un mundo analógico, no va a quedar más
que “nativos digitales”, la mayoría de ellos con una fobia considerable a todo
lo que huela a cultura, sin criterio, convertidos en consumidores terminales de
todo cuanto la pantalla les ofrezca.