¿Quién merece ser libre?
¿Deberían tener derechos unas
hipotéticas máquinas “inteligentes”? De alguna manera, ¿es necesario tener
libre albedrío para tener derecho a la libertad, por ejemplo?
Isaac Asimov, que reflexionó mucho a lo
largo de su vida sobre robots inteligentes y escribió multitud de relatos,
decía: “No hay derecho a negar la libertad a ningún objeto con una mente lo
suficientemente avanzada como para captar el concepto y desear el estado”.
Es decir, si algo/alguien entiende el
concepto de libertad, al menos parece entenderlo y manifiesta su deseo de
disponer de ella, ¿quiénes somos los demás para negárselo?
A veces se dice que es necesaria la
conciencia, pero ¿cómo podemos estar seguros que los demás tienen conciencia?
Solo somos conscientes de nuestra propia conciencia. Por lo tanto, aceptamos la
apariencia de conciencia como suficiente para atribuírnosla. En caso contrario,
corremos el riesgo de caer en el solipsismo.
Con unos futuros robots inteligentes o
unas inteligencias artificiales muy avanzadas, podría darse el caso que
quisiesen ser libres. La ciencia ficción está llena de ellas: IAs, ordenadores,
robots, entidades… No vamos a hacer aquí un listado porque no acabaríamos
nunca.
Tal vez sea uno de los temas más
frecuentes de la ciencia ficción. Aparte de los relatos de robots de Asimov,
muchos de los cuales exploran este tema, hay un maravilloso capítulo de Star
Trek: La Nueva Generación, del que ya he hablado en otras ocasiones: “La
medida del hombre”, en la que se juzgan los supuestos derechos individuales de
un androide, el Comandante Data. Por cierto, un robot positrónico inspirado en
las ideas de Isaac Asimov.
No obstante, pocos son los robots
asimovianos que desean ser verdaderamente libres. Tal vez la excepción sea R.
Andrew Martin, de El hombre del bicentenario, que es capaz de renunciar
a todo a cambio de ser reconocido como humano libre.
La mayor parte de robots asimovianos son
una especie de ángeles de la guarda de la Humanidad, creados para ayudarla y
protegerla en todo momento, pero que no desean ser libres. Vaya, algo así como
los cylons de Battle Star: Galactica, solo que esos salen rana,
se revelan y deciden cogerse la libertad por su cuenta y eliminar a sus
antiguos amos.
Ese es otro de los miedos que siempre ha
tenido el hombre con posibles seres artificiales inteligentes: que acaben
sublevándose y que incluso lo sojuzguen. Es el mismo miedo que tenían los
romanos con las rebeliones de esclavos o los sureños estadounidenses con sus
esclavos negros.
Las relaciones de dominio siempre suelen
acabar mal. O bien, según sea el punto de vista que adoptes.
Las metamorfosis
Uno de los temas recurrentes de la
literatura y no solo de la de ciencia ficción, son las metamorfosis. Los
cambios de forma.
Ya en la literatura romana, el poeta
Ovidio nos brindó el poema homónimo, Las metamorfosis, en el que, a los
largo de quince libros nos ofrecía las historias de dioses y héroes
grecolatinos. En muchas de esas historias, los personajes deben transformarse
para escapar de las iras de los dioses o sufren una transformación como castigo
por haber desatado su ira.
El escritor checo (entonces austrohúngaro)
Franz Kafka, narra en La metamorfosis (1915), la historia de Gregor
Samsa, un comerciante de telas que, de la noche a la mañana, acaba convertido
en un repulsivo ser, una especie de cucaracha gigante.
¿Y en qué puede metamorfosearse un
humano que dé más asco? Exacto: en una mosca. Todos recordamos el papel de Jeff
Goldblum en La mosca (The Fly, 1986, dirigida por David
Cronenberg), que tiene una secuela cinematográfica del 1989, de menor interés.
En Babylon 5, el personaje de Delenn,
acaba metamorfoseándose (capullo incluido) al final de la primera temporada en
un ser medio minbari, medio humano, a fin de poder servir de puente entre
ambas razas.
Otra conocida metamorfosis, aunque
biológicamente no tiene mucho sentido, se produce en la serie V, en la
que Elizabeth, la Niña de las Estrellas, pasa de niña a adulta a través
de una rápida metamorfosis más propia de un insecto que no de un reptiloide.
Para acabar, una metamorfosis que es más
bien de tipo trascendentalista: la que sufre David Bowmann, el astronauta
superviviente de la Discovery en 2001. Una odisea en el espacio,
de Arthur C. Clarke, cuando entra en el Monolito y acaba convirtiéndose
en un ser de energía pura.
Hexápodos y octópodos
En la ciencia ficción, si queréis
provocar pánico y hasta asco hacia un ser diferente (alienígena o no) basta con
que utilicéis insectos o arácnidos. El ser humano les tiene un temor
reverencial. Tal vez porque son muy diferentes, prolíficos, los hay por todas partes
y algunos pican. ¿Un trauma infantil? ¿A quién no le ha picado una abeja, una
avispa, un tábano o una araña? ¿Quién no ha visto retozar una mantis religiosa
mientras se zampa a su pareja?
En todo caso, los insectos dan un poco
de miedo cuando son pequeños, pero cuando crecen y asumen formas podríamos
decir que antropoides, entonces dan MUCHO miedo.
Acordaos de las hormigas gigantes de La
humanidad en peligro (Them!, 1954, dirigida por Gordon Douglas) o la
malvada Ella-Laraña de El Señor de los Anillos (The Lord of
the Rings, 1954), de J. R. R. Tolkien, o la película Tarántula (Jack
Arnold, 1955).
Está claro que la mayor parte de los
insectos, no sobrevivirían a un cambio de escala sin ser totalmente
rediseñados. Sus frágiles patas no soportarían el peso de sus cuerpos gigantes.
Hay toda una disciplina de estudio sobre estos temas llamada alometría.
En todo caso, cuando en un libro, serie
de televisión o película aparecen insectos, la inmensa mayoría de las veces,
por no decir que casi siempre, son malos malísimos.
Ejemplos, los hay a patadas: los
insectos inteligentes que aparecen en Tropas del espacio (Starship
Troopers, 1959, Premio Hugo 1960), de Robert A. Heinlein, los xindi
insectoides de Star Trek: Enterprise… Como mucho, pueden ser
ambiguos, como la especie 8472 del universo Borg de Star Trek.
Alguna excepción, haberla, hayla. Los insectores
de El juego de Ender (Ender’s Game, 1985, Premios Hugo y Nebula
1986), de Orson Scott Card. Aunque primero nos los pintan como malos,
malísimos, al final acaban dándonos penita y después resulta que no eran tan
malos como nos los habían pintado.
Y sobre aracnoides “buenos” e
inteligentes, tenemos el caso de Un abismo en el cielo (A Deepness in
the Sky, 1999, Premio Hugo 2000), de Vernor Vinge. El autor hace trampa, claro.
Primero nos los presenta sin describirlos y nos los podemos imaginar como más o
menos humanos. Ya cerca del final de la novela es cuando aparece su aspecto
aracnoide de manera clara, pero ya nos tienen ganado el corazoncito.
Supongo que la excepción la encontramos
en los dibujos animados. Como no se trata de traumatizar a los niños, los
insectos que aparecen son dulces y buenos. ¿Os acordáis de La Abeja Maya
o de La Hormiga Atómica?
Fantasía bíblica
Hay un grupo de novelas, películas y
series de televisión de corte fantástico que podríamos englobar en lo que yo
llamo fantasía bíblica, que consisten en obras fantásticas ambientadas
en cosas relacionadas con el Antiguo o el Nuevo Testamento, léase
la Biblia (pero léase con moderación). A veces, se trata de un pequeño pasaje
y a veces consiste en todo un desarrollo. Veamos unos cuantos ejemplos.
Como caso notable tendríamos Buenos
presagios (Good Omens, 1990), de Neil Gaiman y Terry Pratchett, una
novela con bastante mala leche, que retrata el Apocalipsis desde un punto de
vista contemporáneo, con un curioso advenimiento del Anticristo. Eso sí, si
realmente queréis pasarlo en grande, ved la serie del mismo nombre, basada en
el libro.
Buenos presagios (la serie) tiene muy buenas
actuaciones, una estética muy moderna a la vez que original y dosis ingentes de
humor negro y mala leche por igual. Por poner un ejemplo, la escena cuando
queman en la hoguera a Agnes la Chalada, la orden de las monjas satánicas o
algunas escenas acompañadas con música de Queen que vienen como anillo
al dedo.
Aunque si queréis disfrutar de lo lindo,
os recomiendo la película Dogma (Kevin Smith, 1999), que por cierto, fue
la primera película que vi en DVD. Trata sobre el dogma de la infalibilidad de
Dios y sobre qué pasaría si Dios no fuese realmente infalible. Aunque eso solo
es una excusa para presentarnos a todo un mundillo de personajes gamberros,
surrealistas, macabros y hasta escatológicos (literalmente), que se ríen de
todo y de todos, con una seriedad apabullante.
Con Dogma aprenderéis que
Jesucristo es negro, Dios es mujer y el Metatrón es… Alan Rickman. Una de las
películas con que más he disfrutado en mi vida, tanto por la mala sombra que
rezuma, como por la manera en que trata la religión cristiana. Una obra de
culto, con un elenco de actores de lujo.
Una película, que tuvo un cierto éxito y
que es rara, rara, rara, es El día de la bestia (1995), coescrita y
dirigida por Álex de la Iglesia y protagonizada, entre otros, por un joven
Santiago Segura. Trata de la llegada del Anticristo a un Madrid contemporáneo
(sí, qué manía con el Anticristo) y con ella aprendemos que las cruces con
tridimensionales. Está catalogada como comedia satánica y ahora vuelve a estar
de moda.
También tenemos al escritor
estadounidense Christopher Moore, autor de obras como Cordero (Lamb,
2002) o El ángel más tonto del mundo (The Stupidest Angel, 2004).
En Cordero se narra la juventud de Jesucristo desde un particular punto
de vista. Mientras que en El ángel más tonto del mundo se desarrolla una
clásica historia navideña, con un ángel en la Tierra… y una colección de zombis
y de desgracias a cual más surrealista y divertida. Por cierto, acabaréis
odiando el villancico “Good King Wenceslas”.
Aunque claro, si sois más tirando a
clasicones os recomiendo que no paséis de Los diez mandamientos o de Qué
bello es vivir. Os podría estallar la cabeza, como en Scanners
(1981).
Correlaciones: Las doradas manzanas del Sol
Hace tiempo, en ocasión de las
supernovas, hablaba de la novela de Samuel R. Delany, Nova (1968), en la
que el rarísimo elemento Ilirión solo puede conseguirse del corazón de
una estrella poco antes de que esta se convierta en nova.
Ahora, en el mundo de los astrofísicos,
este tema se ha puesto nuevamente de moda al tratar de calcular la cantidad de
otro elemento precioso en el Universo: el oro. O al menos, precioso para
nuestra raza, porque para otras formas de vida de nuestro planeta, el oro pasa
completamente desapercibido.
Lo cierto es que según los modelos
astrofísicos actuales, el oro se formaría en un raro evento astronómico: el choque
entre dos estrellas de neutrones. El problema es que este suceso es demasiado
raro como para explicar la cantidad de este metal que hay, por ejemplo, en la
Tierra o en nuestro Sistema Solar.
Otra posibilidad es añadir el oro que
podría crearse en otro suceso violento: la explosión supernova de una estrella
masiva. Pero aún así, siguen sin cuadrar los números. Sobra oro.
¿De dónde sale tanto oro? De momento,
los científicos no lo saben, pero algo desconocido está produciéndolo en el
Universo y nosotros con estos pelos, sin saberlo.
No es el único caso de elemento cuya
génesis no está completamente explicada, pero tal vez es el más llamativo. Es
posible que en el cinturón de asteroides haya cantidades enormes de metales
pesados, muy valiosos para la Humanidad, aunque me temo que su explotación (véase
la serie The Expanse) sería prohibitivamente costosa.
Y si queremos dejar volar la
imaginación, los núcleos de algunos gigantes gaseosos podrían estar compuestos
total o parcialmente por otra de esas substancias que vuelven locos a muchos
humanos: el diamante. Pero eso ya es otra historia.